Este año se cumplieron cuarenta del fallecimiento de un hombre que fuera agente muy importante para el desarrollo de la educación y la cultura en Coahuila: Ildefonso Villarello Vélez. Siempre profesor, nunca quiso ser otra cosa; mas para mí, y para muchos otros coahuilenses, era un Maestro.
Pequeño de estatura, en la cátedra lo veíamos como un gigante; padecía de estrabismo y su visión humana alcanzaba más allá del horizonte, y muy al fondo de las almas que conocía, sólo con ver a las personas; era dueño de una fuerte voz y manejaba el idioma con impresionante propiedad y dicción perfecta, lo mismo para hacer aprehensibles las dificultades del idioma griego, que la eufonía de la lengua latina y los avatares de la humanidad, en sus clases de Historia Universal, mexicana y coahuilense.
Fue Rector de la Universidad de Coahuila por muy breve tiempo, pero con gran estilo, energía personal y señorío humanista en una época en la que el Gobierno del Estado mandaba de hecho y derecho en la Universidad, pero no en Villarello. Sin tanta alharaca autonomista, él supo mantener a la casa de estudios alejada, en lo esencial, de los caprichos del gobernador, y para hacerlo no necesitó ensuciar paredes, secuestrar autobuses ni disparar balazos. La autonomía era asunto de autoridad moral; jamás una coraza de impunidades.
Villarello fue además fecundo historiador y traductor admirable de textos griegos, latinos y hebraicos; fino escritor de prosa pulida y bella; vibrante poeta, cuyos versos escondía entre las páginas de sus libros con un poderoso pseudónimo. Recogió más de mil locuciones regionales que compiló en su pequeña obra El habla de Coahuila. Escribió, además, las historias de Saltillo, de Coahuila, de algunas misiones españolas como la de San Bernardo, de la Revolución en nuestro Estado, y muchas otras aportaciones sobre el ayer, que están asimismo en espera de que alguien las rescate y ubique nuevamente. "Vivo mi vida, cada vez más oscura y solitaria", me decía en una carta el 16 de octubre de 1971, correspondiendo a una mía en que lo convocaba a elevar el ánimo y a trabajar con entusiasmo. Me refería algunas circunstancias del momento, y agregaba: "...y sabes bien que no hay en estos sentimientos ni envidia, ni falsa humildad, sino infinita tristeza, la de una inmensa soledad, en medio de una multitud que uno es quien no puede comprenderla".
Dura prueba fue para Villarello su jubilación. Nunca la pudo asimilar totalmente porque le faltaron los estímulos compensatorios del reconocimiento público, que le negaron en vida y le siguen escatimando después de su muerte. Y no sé a ciencia cierta el porqué de este incumplido adeudo, pero estoy seguro que esta injusticia es un agravio contra Coahuila, a cuyo servicio dedicó el Maestro la espléndida obra de su existencia