Más allá de la condena
Todo ser humano lleva consigo características físicas, actitudes y conductas no saludables. Heredadas o aprendidas, están en él. ¿Qué hacer con ellas? En un extremo la nada: resignarse, aceptar las circunstancias como una condena. Pero hay otra alternativa.
Al nacer, la marca es genética y su traducción está disponible en cada cuerpo humano. Millones de células con la información precisa producen diaria y específicamente al ser único y distinguido. Una cara, una silueta, una mirada y un tono de voz, aspectos todos derivados de un proceso impresionante, silencioso y limitado, no exento de fallas ni ‘defectos’, asumiendo las primeras como fisiológicas y los segundos como sociales. Ambos necesitan atención, médica y psicológica.
Al crecer, el sello es comunitario y su interpretación se construye en cada espacio social. La familia, las instituciones y los medios de comunicación se convierten en referentes de las buenas costumbres, de lo aceptable e inaceptable, conceptos que surgen de la vida, callada y fluctuante, y que llegan a sentenciar lo concreto del individuo y de los grupos.
Lo heredado y lo aprendido se conjugan y se notan en la persona que se expone ante sí misma y ante los demás. Lo ideal sería analizar qué gusta o disgusta, qué se acepta o se rechaza, qué decisiones tomar y cuáles acciones realizar para mantener un sentido de satisfacción ante la propia vida. Sin embargo muchos parecieran vivir bajo la premisa de que tal o cual circunstancia ‘les tocó’ y ‘deben’ actuar conforme a ella, adoptarla como un hecho inamovible. Como una sentencia.
LOS RESIGNADOS
Entendida en su acepción peyorativa, la resignación mueve a la sumisión ante lo adverso, aguantando la calamidad y renunciando a la iniciativa transformadora. Su condición extrema conduce a la desesperanza aprendida (Seligman, 1998) e incrementa las probabilidades para la presencia de síntomas depresivos. Esta posición fundamental pone en grave riesgo la calidad de vida e incluso su continuidad.
Dicha condición activa un círculo vicioso que va perpetuando los momentos y debilitando la esperanza en un mundo mejor. El desaliento permite todos los males y se olvida poco a poco de las bondades, consume los recursos y la vida en todos sus sentidos. Sus expresiones son claras y contundentes, lapidarias y cuasi-apocalípticas: “Así soy”, “no tengo remedio”, “siempre he sido así”, “Dios así lo quiere”, “el que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas”. Los problemas se multiplican, se agolpan y hasta se ‘ensañan’, pues “al que no le llueve, le llovizna”.
Se asume una condena y se vive en congruencia con ella, llegando al grado de fundamentarla en el destino, la voluntad divina, la conjunción de los astros o las malas vibras. Así se acepta, por ejemplo, el maltrato de los compañeros en la escuela y el trabajo, la violencia conyugal y familiar, el sobrepeso y la obesidad, la enfermedad crónica, la pobreza y la ignorancia, la amargura y la flojera, la crisis económica y de inseguridad, el desempleo.
En ello resaltan tres claves de comprensión: una primera está en el locus de control, es decir, el origen percibido para lo que sucede. Alguien desesperanzado se entrega a lo externo, los sucesos sobre los que poco o nada puede decidir y que lo arrastran sin remedio. Termina por renunciar a lo interno, a la propia voluntad y decisión, al esfuerzo y la creatividad por salir adelante. Las otras dos, enunciadas por la teoría prospectiva (Kahneman, 2012) muestran el poderoso rol de lo negativo, cuya apreciación supera a lo positivo bajo igualdad de condiciones, y la atracción por el riesgo cuando las circunstancias adversas son, o se van tornando, especialmente amenazantes e inciertas, cercanas a lo imposible. Así se corren riesgos extremos y las probabilidades de que todo empeore se incrementan.
VARIANTE: ADAPTACIÓN
El punto de quiebre ante el escenario catastrófico se encuentra en la decisión de cambio, la determinación de no aceptar más la ‘condena’. Tal elección está en manos de la persona, siempre y cuando la crisis vital no se convierta en una enfermedad; si la resignación conduce e instala en la depresión clínica, es necesario el acompañamiento psicológico y psiquiátrico.
Si aún no se llega a ese extremo, dicho cambio consiste en “acomodar, ajustar algo a otra cosa”, y en los seres vivos, “acomodarse a las condiciones de su entorno”.
Cada uno vive su propia circunstancia, está llamado a darle un sentido profundo en positivo y a transformarla conforme a sus necesidades y sueños. Nadie tiene como vocación sufrir, menos procurar el sufrimiento ni multiplicar sus efectos destructivos. Más que condena, se trata de la ‘absolución’, de la liberación de todo aquello que impide la realización integral del ser humano.
Acomodar y ajustar, son los verbos fundamentales para el proceso de adaptación. El punto de partida se encuentra en la identificación de los recursos individuales, tanto físicos como psicológicos, de los talentos y cualidades, de todo aquello que ilumina al propio ser, lo que agrada y se acepta de sí.
El paso siguiente consiste en detectar las necesidades, las áreas de oportunidad para crecer y ser mejor, lo que oscurece, que desagrada y se rechaza en el cuerpo y en la personalidad. Finalmente, diseñar y ejercitar una actitud y conductas diferentes donde predomine una mirada positiva ante las circunstancias específicas en las que se vive, se refuerce la parte luminosa para ampliarla y limitar, poner en su lugar, a la oscura. Se trata de encender una luz en medio de cualquier oscuridad, de reconocer las sombras y de aprovechar ambos espacios para construir el bienestar propio y contribuir al comunitario.
No importa si aquello que se ‘carga’ y rechaza es algo aprendido o está ahí de nacimiento, tampoco hay que centrarse en las pérdidas o heridas ocasionadas. Lo relevante es focalizarse en el presente y en sus elementos, como preparación y construcción del futuro y de sus consecuencias. Lo esencial radica en la decisión y en las acciones derivadas de ella.
Así, no hay condena de “no soy bueno para el trabajo”: la productividad laboral pasa por la decisión de prepararse; no hay “así han sido todas mis relaciones”: la satisfacción de una pareja pasa por la negociación y la entrega mutua; no hay “así somos en mi familia”, el sobrepeso y la obesidad pasan por la modificación de los hábitos de alimentación y de ejercicio. Así como el endeudamiento excesivo se trasciende mediante un nuevo estilo de administración financiera, el pesimismo por el ajuste de perspectiva, la frustración vital por el entusiasmo de ‘ser lo que se es’, con la mayor plenitud posible.
Cada ejemplo implica la voluntad, el esfuerzo individual y la conducta específica. No sucede por milagro o por sorteo. Es cuestión de dar pasos pequeños y sencillos, de multiplicarlos y disfrutar el camino, en lugar de obsesionarse por la meta. Pensemos así: sentirse bien por el ejercicio realizado es mejor que consultar el peso de inmediato en una báscula. Lo primero es un fruto disponible desde el primer intento; lo segundo es una esperanza, que se concretará tras la multiplicación de los frutos. Una semana de ejercicio revitaliza, relaja y satisface; un mes o 12, consiguen bajar el peso. Lo trascendente radica en liberarse de la condena de la obesidad y sus graves consecuencias, o de cualquier otro ‘castigo’ que ha estado ahí por quién sabe cuánto tiempo, consolidando un cambio permanente, ése que inicia con el primer movimiento.
Correo-e: juanmanuel.torres@iberotorreon.edu.mx
Fuentes: Thinking, Fast and Slow, Kahneman, D. (Farrar, Straus and Giroux, 2012); Learned Optimism, Seligman, M. E. P. (Simon & Schuster, 1998).