PODEMOS SER MEJORES PADRES DE FAMILIA
Los esposos están sufriendo en la actualidad una fuerte presión contraria al proyecto cristiano de la vida familiar. Es importante incrementar nuestras oraciones para pedir por la estabilidad de las parejas -comenzando por la propia-, y hemos de procurar ser siempre instrumentos de unión a través de un apostolado eficaz que lleve a todos a Dios. Al defender la indisolubilidad de la institución matrimonial llevamos a cabo un inmenso bien a todos.
El día de hoy, cuando en tantos ambientes se ataca la dignidad de este Sacramento o tratan de ridiculizarlo, es deber de los cristianos hacer una defensa del mismo y poner las bases para que la familia unida y sólida sea cimiento de la misma sociedad. Muchos de los problemas que ahora estamos viviendo tienen sus raíces en los fracasos o carencias de la vida familiar. Toda pareja que a través del tiempo se ha sostenido unida, realizada, positiva y contenta, es un buen ejemplo para otras que con mucha facilidad quieren aventar el matrimonio sin medir las consecuencias. Esa alegría matrimonial, en medio de las dificultades normales de toda familia, nace de una Gracia especial de Dios al observar que la pareja se esfuerza en poner todos los medios a su alcance para seguir unidos.
El Sacramento del matrimonio nos conduce a una vida nueva, abnegada, rebosante de amor y respetuosa. Si los padres se aman verdaderamente, serán un gran ejemplo para los hijos que se mirarán en ellos buscando respuesta a tantas interrogantes que la vida les plantea. Solamente de esa manera, la familia se convierte en un lugar privilegiado que transformará la sociedad haciéndola cada día mejor.
No podemos hablar del matrimonio sin mencionar la tolerancia y la paciencia -requisitos esenciales para que el matrimonio sobreviva-. En ese caminar por la vida sufriremos pruebas diversas en las cuales el alma deberá salir fortalecida. Pueden venir dificultades económicas o familiares, enfermedades, cansancio y desaliento, pero allí estarán esas virtudes para perseverar, para estar alegres por encima de cualquier circunstancia, y con la mirada en Cristo que nos alienta a seguir adelante. Los buenos padres de familia tratan de soportarlo todo porque saben que mientras se mantengan en el combate, estarán amando a Dios. Esa paciencia y esa tolerancia se convierten en una manifestación del ánimo fuerte de todos los cristianos.
Un daño grave e irreversible se hace a los hijos cuando la pareja discute y se insulta delante de sus pequeños. Ya es tiempo que nos comportemos como adultos civilizados y midamos las consecuencias de esos errores. Hace diez días observé a una señora pegarle varias veces a su hijo en la cabeza porque estaba llorando. Yo pensaba que esa pésima costumbre ya se había erradicado de nuestra sociedad, pero estaba equivocado. También hay padres de familia irresponsables que en momentos de coraje, al estar peleando con su pareja, se desquitan con los hijos y les gritan: "Hubiera sido mejor que no hubieses nacido". Con esas terribles palabras que jamás debieron pronunciar los están orillando al alcoholismo, a la violencia, a una depresión psicológica profunda, y posiblemente al suicidio. En lugar de maldecirlos, deberían bendecirlos cada día; en lugar de desearles la muerte, deberían pedir larga vida y salud para ellos.
Otro gravísimo problema que existe en las familias son las mentiras que acostumbran decirse las parejas. Se mienten entre ellos y con los hijos, todo es falso en ese ambiente, y cada mentira va carcomiendo los cimientos que en un principio eran fuertes y sólidos.
Bienaventuradas son y serán las parejas que se hablan con amor, que tienen momentos de ternura, que aclaran sus diferencias sin gritos y con educación. Los buenos padres de familia son para sus hijos los primeros predicadores de la fe y los primeros educadores al formarlos con su palabra y con su ejemplo para que tengan una vida cristiana plena. Ellos tienen la oportunidad de formar su conciencia, y han de ayudarles a descubrir su camino, sin forzar su voluntad. Es un privilegio ser padre y madre de familia. Es un tesoro que debemos reconocer, valorar y proteger.
Cuando la fe se empequeñece, las dificultades en el matrimonio se agigantan, sin embargo, si acudimos a la oración, todas las tempestades juntas nada podrán contra nosotros. Sin ella, nos exponemos a hundirnos en el desaliento, en la rutina que lleva al pesimismo, en la tentación y en el fango. Junto a Jesucristo, los conflictos y trabajos que encontremos cada día fortalecerán nuestra fe y aumentarán la esperanza.
No permitamos que nuestro matrimonio se desbarranque, porque se hundirá nuestra familia. El Señor está dispuesto a tendernos su mano poderosa y segura para salir a flote en peligros y tribulaciones.
En los momentos difíciles y también en los aparentemente tranquilos, es importante pedirle a Dios que nuestros hijos se hagan colaboradores de Cristo. La fe y la oración se encuentran íntimamente unidas. Si nuestra fe fuera grande, no dejaríamos de rezar un solo momento de nuestra vida. La constancia en la oración nace de una vida de confianza en Jesús que nos escucha, incluso cuando parece que calla. Esto nos lleva a un abandono pleno en las manos de Dios. ¡Señor, nada quiero más que lo que Tú quieras! Pero, pidamos primero lo que se refiere al alma, pues grandes son las enfermedades que la aquejan. Y si nosotros como padres de familia estamos enfermos del alma, llevamos el riesgo de contagiar a nuestros hijos.
El temor al dolor es un impulso hondamente arraigado en la humanidad, por eso la mortificación tropieza con dificultades. Aclarando esto, podemos afirmar que sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma y no encontramos a Dios. Quien busca a Dios sin sacrificio y sin pasar por la Cruz, no lo encontrará. En la aceptación amorosa del dolor y del sacrificio está nuestra salvación. Los esposos jamás estarán seguros de su mutuo amor antes de haber sufrido juntos. Sin perdón, jamás entenderemos lo que es el amor. El dolor une, no separa, es la fuerza que entrelaza a la pareja y les permite seguir juntos hasta el último instante de su vida.
El matrimonio está inmerso en una ola de materialismo y de hedonismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. Con esta perspectiva carnavalesca, palabras como Dios, pecado, Cruz, mortificación, sacrificio, Vida Eterna, resultan incomprensibles para una gran cantidad de personas que desconocen su significado y su sentido. Para muchos, el placer es el fin supremo de la vida, y al pensar de esa manera, se ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las personas oponiéndose directamente a la doctrina de Cristo. La gran revolución cristiana -que desgraciadamente olvidaron los países europeos- consiste en convertir el dolor en sufrimiento fecundo, y hacer, de un mal, un bien, despojando al demonio de sus armas y conquistando la eternidad. Limpiemos en nuestra alma lo que está sucio, reguemos lo que está árido, curemos lo que está enfermo, perdonemos a los que nos han ofendido, dobleguemos lo que es rígido, y dirijamos a buen puerto lo que se ha extraviado.
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