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LA BUENA VIDA

Jacobo Zarzar Gidi

Una de las vidas de santos que más me apasiona es la del Padre Damián de Veuster, que aceptó de buena gana atender a los leprosos de la isla Molokai en el archipiélago Hawaiano (1840-1889). Como en las islas había muchos leprosos, los vecinos obtuvieron del gobierno que todo el que estuviera enfermo de lepra lo desterraran a la isla de Molokai. Esta isla se convirtió en un infierno de dolor sin esperanza. Los pobres enfermos, perseguidos en cacerías humanas, eran llevados allí y dejados sin auxilio ni ayuda. Para olvidar sus penas los hombres se dedicaban a los vicios y al alcoholismo, y las mujeres a toda clase de supersticiones.

Al enterarse de estas tristes noticias, el Padre Damián -de origen belga- que pertenecía a la Orden de los Sagrados Corazones de Jesús y de María le pidió al Sr. Obispo que le permitiera irse a vivir con los leprosos de Molokai. A Monseñor le pareció increíble esta petición, pero le concedió el permiso, y allá se fue Damián. Se fue para dar testimonio del amor y la ternura de Dios a los hombres, sobre todo, a los más pobres y abandonados.

Después de encomendarse a Dios, Damián se domina a sí mismo venciendo la repugnancia a la enfermedad. Acaricia a los enfermos, comparte su comida, fuma en las mismas pipas, construye carreteras, orfelinatos, traídas de agua, cementerios y lazaretos, evangeliza, predica y, sobre todo, por encima de todo, ama. Creó fuentes de trabajo para que los leprosos estuvieran ocupados en algo útil, les organizó una banda de música, recogió a los enfermos más abandonados, y él mismo los atendió como si fuera su sirviente, les enseñó reglas de higiene y se hizo leproso con los leprosos para ganarlos a todos a Cristo Jesús.

Como la gente sabía que la lepra era contagiosa, el gobierno prohibió al Padre Damián salir de la isla y tratar con los que pasaban por allí en los barcos. Debido a eso, el sacerdote llevaba años sin poder confesarse. Entonces, un día, al acercarse un barco que llevaba provisiones para los leprosos, el santo sacerdote se subió a una lancha y casi pegado al barco pidió a un sacerdote que allí viajaba, que lo confesara. A gritos y en latín, hizo desde allí su única y última confesión.

Entre los leprosos vivía una mujer que no estaba enferma de lepra y que el Padre Damián la había rescatado varias veces del alcoholismo. Un día, el sacerdote la buscó en diferentes sitios y no la encontró. Ella tenía la costumbre de ayudar en todo lo relacionado con la atención de los enfermos. Damián se encaminó a toda prisa en su búsqueda y la halló finalmente en una choza donde acostumbraban reunirse los últimos viciosos que quedaban en la isla. El Padre Damián la contempló con tristeza y compasión, y al verla alcoholizada le preguntó: ¿por qué estaba de nuevo en ese lugar? Ella le contestó que había vuelto porque le gustaba "la buena vida". El sacerdote le replicó: "La buena vida" la tenías cuando curabas a los enfermos, cuando limpiabas sus heridas, cuando hablabas con ellos y les dabas esperanza, cuando los ayudabas a bien morir, cuando cavabas sus tumbas y fabricabas las cruces para que tuviesen una cristiana sepultura, cuando preparabas sus ataúdes y los enterrabas. Ésa era la verdadera buena vida...".

Esa frase del Padre Damián me ha hecho reflexionar en muchas cosas verdaderamente importantes que debemos tener en cuenta. El mundo ha caído en una gran indiferencia hacia Dios y a los más desprotegidos. La vida desenfrenada llena de vanidades atrae a muchos y pone en peligro su alma. Hemos permitido que el demonio nos aleje de todo lo espiritual, y permanecemos cómodamente sentados en el sillón del hedonismo. El Padre Damián estaba consciente de que el anuncio del Evangelio nos urge y nos hace entrar en el dinamismo interior del Amor de Cristo por su Padre y por la humanidad entera, especialmente por los pobres, los afligidos, los marginados, los despreciados, y los que no conocen la Buena Noticia.

El espíritu misionero hizo al Padre Damián libre y disponible para ejercer su servicio apostólico donde más lo necesitaban. Su vida religiosa comenzó con un horizonte de esperanza y con el deseo de llevar el Evangelio de Cristo a tierras lejanas. Por amor a su Señor, le hizo frente a esa enfermedad maldita, insidiosa, lenta, que llega sin avisar. Se trata de un bacilo que ataca la piel y anestesia las células nerviosas en un trabajo metódico de años. Ulcera, llaga, desfigura y, sólo al final del largo proceso, causa la muerte.

Sus hermanos leprosos de la isla de Molokai, aparte de la lepra sufrían otras enfermedades: Sífilis, cólera, sarampión y peste bubónica que hacían una combinación de horror en aquel paraíso del Pacífico.

El estallido de la epidemia hawaiana se produjo con toda su virulencia en 1866. Los leprosos, muertos en vida, sin fe en la que apoyarse, convirtieron a los débiles en esclavos y a los niños en juguetes sexuales. La angustia y la desesperación, la inmoralidad y la depravación eran compañeras de la enfermedad. Había que ahogarlas en el alcohol y en el sexo. Fueron muchos los que llamaron a Molokai "el pueblo de los locos".

El secreto del Padre Damián fue siempre vivir y actuar como Jesús. Fue el centro y razón de su vida. Sentirse como Él, confidente y consolador. Un hermoso texto de su cuaderno íntimo explica su vida generosa de entrega: "El ver lo que las almas han costado a Jesucristo, debe inspirarnos el mayor celo por la salvación de todo el mundo. Debemos entregarnos a todo cuanto pueda contribuir a la salvación de las almas. Debemos darnos a todos sin excepción. Debemos darnos sin reserva. La medida de nuestro celo es la de Jesucristo".

Murieron cientos de leprosos ante los ojos del misionero, envueltos en el humo de su pipa para soportar el olor. Un día tuvo que aceptar que el aliento fétido había afectado su cerebro y no se podía sostener en pie. Pero, no sólo convivió con las enfermedades, sino también con la pobreza, llegando a ser tan pobre, que no supo que lo era. Cientos de veces vendó las heridas de esos abandonados, amputó sus dedos y sus pies, rió con ellos, jugó con sus hijos enfermos y no mostró ningún signo de repulsión ante sus desfiguraciones porque sabía que ellos tenían un alma rescatada al precio de la Sangre del Salvador. Sembró la buena semilla entre lágrimas, colocándose en medio de miserias físicas y morales que destrozan el corazón, teniendo en todo momento presente que también el Maestro, en su misericordia, curó y consoló a los leprosos. Sabía que la dificultad no era empezar, sino perseverar.

Un día, durante la Misa solemne, estuvo a punto de abandonar el altar de su pobre iglesia para respirar aire puro, pero el recuerdo de Nuestro Señor al abrir la tumba de Lázaro lo retuvo. Cuando el Gobierno propuso pasarle un sueldo, él se rebeló diciendo: "Aunque me ofrecieran todos los tesoros de la tierra, no permanecería ni cinco minutos en esta isla de Molokai. Lo que me sujeta aquí es tan sólo Dios y la salvación de las almas".

Después de cuatro terribles años de sufrimiento, con el cuerpo totalmente llagado, el 15 de abril de 1889 fallecía el Padre Damián en Molokai como un leproso más. Sus últimas palabras: "¡Qué dulce es morir siendo hijo de los Sagrados Corazones de Jesús y de María!".

jacobozarzar@yahoo.com

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