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Jacobo Zarzar Gidi

LA MALDAD EN EL HABLAR

San Felipe Neri nació en Florencia, Italia, en el año 1515. Desde pequeño demostraba tal alegría y tan grande bondad, que la gente lo llamaba "Felipín el bueno". Habiendo quedado huérfano de madre, su padre lo envió a casa de un tío muy rico, el cual planeaba dejarlo heredero de todos sus bienes. Pero allá Felipe se dio cuenta de que las riquezas le podían impedir el dedicarse a Dios y un día se alejó de la casa de su riquísimo tío y se fue para Roma llevando únicamente la ropa que llevaba puesta.

Al llegar a Roma se hospedó en casa de un paisano suyo de Florencia, el cual le cedió un pequeño lugar debajo de una escalera y se comprometió a ofrecerle una comida al día si él les daba clases a sus hijos. El propietario de la casa declaró que desde que Felipe les empezó a dar clases, sus niños se comportaban como ángeles. Pero luego por inspiración de Dios se dedicó a enseñar catecismo a la gente pobre.

A las personas que demostraban tener mayores deseos de progresar en santidad, las llevaba de vez en cuando a atender enfermos en hospitales de caridad, que en ese tiempo eran bastante pobres y permanecían completamente abandonados. Pero, lo que más pedía Felipe al cielo era que le concediera un gran amor a Dios: Y en la vigilia de la fiesta de Pentecostés, estando aquella noche rezando con gran fe, pidiendo a Dios el poder amarlo con todo su corazón, éste se creció y se le saltaron dos costillas. Felipe, entusiasmado y casi muerto de la emoción exclamó: "¡Basta Señor, basta, que me vas a matar de tanta alegría!". Cuando lo enterraron -muchos años después-, notaron que tenía dos costillas saltadas y que éstas se habían arqueado para darle espacio a su corazón que se ensanchó notablemente.

Cierto día, San Felipe tuvo un ataque muy fuerte de vesícula. El médico vino a hacerle un tratamiento pero no consiguió sanarlo por más que lo intentó una y otra vez. El santo había perdido casi el conocimiento, cuando súbitamente se incorporó, abrió los brazos y exclamó: "¡Mi hermosa Señora!" "¡Mi santa Señora!". El médico que le asistía le tomó por el brazo, pero San Felipe le dijo: "Dejadme abrazar a mi Madre que ha venido a visitarme". Después cayó en la cuenta de que había varios testigos y escondió el rostro entre las sábanas, como un niño, pues no le gustaba que le tomasen por santo. Finalmente añadió: "Por favor háganse a un lado que ha venido Nuestra Señora la Virgen María a curarme". Y quedó sanado inmediatamente.

En el año 1551 fue ordenado sacerdote y el Señor le concedió fundar la Congregación del Oratorio que tenía como fin la oración, la predicación y la administración de los sacramentos. Durante esos años apareció en Felipe otro carisma o regalo generoso de Dios: su gran don de saber confesar muy bien. Pasaba horas y horas en el confesionario y sus penitentes cambiaban de forma de ser como de milagro. Leía en las conciencias los pecados más ocultos y obtenía impresionantes conversiones.

Un día, se acercó al confesionario una mujer que era conocida en toda la ciudad de Roma por ser una experta en traer y llevar chismes de toda la gente. Tenía la mala costumbre de hablar mal de otros para sentirse superior a cualquiera. Cuando terminó de confesarse, San Felipe le dejó como penitencia que recorriera las calles esparciendo las plumas de una gallina y que cuando terminara, lo fuera a ver de nuevo para darle la absolución. Al día siguiente llegó la señora con la gallina ya sin plumas y se la enseñó al confesor. "Ahora -le dijo-, recorra otra vez las calles y junte todas esas plumas que usted esparció". "Eso es imposible, Padre, ya se las llevó el viento, ¿cómo quiere que las recoja?". Y San Felipe le contestó: "así son los chismes, críticas, habladurías y murmuraciones que usted difunde con mala intención y que posteriormente se van pasando de boca en boca ocasionando un daño muy grave al buen nombre y a la reputación de otras personas".

La respuesta contundente que da San Felipe Neri a esa mujer nos permite reflexionar sobre la gran importancia que tiene ese tema. La "maledicencia" es el hábito de hablar con mordacidad en perjuicio de alguien, denigrándolo. El Catecismo de la Iglesia Católica define la maledicencia cuando, sin razón objetivamente válida, se manifiestan los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran. La maledicencia destruye la reputación y el honor del prójimo.

Muchas son las razones por las que somos impulsados a caer en la maledicencia, pero se puede afirmar que las principales son: la soberbia, la envidia, la ignorancia y el rencor. Caritone el Confesor nos dice: "Evita con todas tus fuerzas juzgar a tu hermano, porque el juicio nace de un alma llena de desprecio. El que critica se comporta como un fariseo, porque se presenta como un santo para auto justificarse. Un ejemplo típico de maledicencia es el que critica por medio de burla lo que considera algunos defectos del prójimo". El libro de los Salmos ensalza como bienaventurado "a la persona que no se sienta en el banco de los burlones". La Biblia también condena severamente la maledicencia, y nos invita a practicar la virtud opuesta que es: la benedicencia.

¡Qué difícil es detener la calumnia! Se inicia con alguien que susurra en una reunión de café. Luego, la suposición se convierte en sospecha. Alguno de los presentes hace de la sospecha certeza, y la certeza (fundada a veces en una mezcla de imaginación, mentiras, envidia y rencores) se propaga como la peste. El síndrome de la calumnia es una epidemia en el mundo del espíritu. En cuestión de pocos días, o tal vez horas, un hombre o una mujer pierden su fama, el afecto de los amigos y tal vez de sus familiares más cercanos. Solamente quien ha sufrido el veneno de la calumnia, quien se ha visto insultado, señalado por culpa de una mentira que corre veloz de boca en boca o tal vez a través de un correo electrónico, puede comprender que hay formas de muerte moral más dolorosas que la misma enfermedad física. La difamación consiste en decir cosas de una persona, que pueden ser ciertas, pero que se hace con el propósito de dañarla, y la verdad es que cuando juzgas a una persona poniéndole nombre y apellido, no lo juzgas a él, sino a ti mismo. Criticamos a los niños que practican el bullying o acoso escolar, y nosotros los adultos nos comportamos peor devorando a nuestro prójimo. Es la falta de ética lo que nos hace ocuparnos más de la vida de los demás que de la propia, y pareciera que el chisme se ha convertido en el deporte favorito de muchos de nosotros. Somos expertos en la vida ajena, tanto que existen programas de televisión y personas que viven de eso. El daño causado por las heridas que causa la maledicencia es difícil de reparar. Los adultos estamos ofreciendo a los niños y a los jóvenes una sociedad donde reina la mediocridad, la ausencia de cultura y la falta de valores. Tarde o temprano la vida nos cobrará de una forma que ni siquiera nos imaginamos todo el daño que hicimos con nuestras palabras.

Debemos ser más tolerantes cuando hablemos de los demás, y más exigentes con nosotros mismos, teniendo mucho cuidado de no calumniar a otros, porque de pronto y sin esperarlo, podemos toparnos en el camino de la vida con la persona que hemos ofendido, y ella podrá decirnos con justa razón: "Deja de decir mentiras de mí, y yo no diré la verdad sobre ti".

jacobozarzar@yahoo.com

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