Tengo en mi corazón un baúl de recuerdos lasallistas. Después de permanecer durante tres años en el Colegio Josefino de Ciudad Lerdo, mis padres tomaron la determinación de inscribirme en el Instituto Francés de La Laguna. Eran los años cincuenta, el cambio fue brusco, pero llegué a acostumbrarme.
La atmósfera religiosa y de respeto que existía en dicho centro de estudios me llamó la atención desde un principio y fue un ambiente propicio para la formación del carácter. Tuvimos como maestros a hombres muy inteligentes que sin lugar a dudas habían recibido el entusiasmo y la inspiración del Espíritu Santo. Eran personajes que no tenían edad, los veíamos adultos en aquella época, y todavía en estos momentos, algunos de ellos militan en pos de los ideales de San Juan Bautista de La Salle.
Fue un trozo de vida que muchos de nosotros consideramos el mejor. Los compañeros de clases, los libros que tuvimos, el temor a los exámenes, el esfuerzo y la competencia para obtener los primeros lugares, las vacaciones de verano en las cuales tenía que trabajar en el negocio familiar, los maestros religiosos y seglares, los artículos en el periódico "Simiente", los desfiles y las justas deportivas, el anuario, el internado, los Ejercicios Espirituales, los Certámenes de Oratoria, las ceremonias de fin de cursos, la Congregación Mariana, y la oración del "Acordémonos", son tan sólo algunas de las principales vivencias que tuvimos en nuestra querida "Alma Mater".
En ese entonces, los Hermanos Lasallistas nos enseñaron a estudiar, a respetar la autoridad del maestro y también la de nuestros padres, a conocer y reconocer los valores morales, a saber enfrentarnos a los problemas cotidianos y a sentir la alegría de la vida que proviene de Dios. Nos enseñaron a ser agradecidos, a preocuparnos por el sufrimiento de los demás y a cincelar nuestro carácter. Se nos habló de no perder la capacidad de amar, de cultivar la fe, y de aumentar la esperanza. Nos dijeron tantas cosas positivas, que no tenemos forma de pagarles su dedicación, su esmero, su entrega y entusiasmo. De ellos aprendimos a querer a la familia, a proteger la naturaleza, y a venerar nuestra querida Patria.
Se hacían tantas cosas en ese entonces para cumplir con las metas trazadas, que siempre fuimos jalados hacia arriba en una superación constante. Ni siquiera ellos como educadores se imaginaron todo el bien que estaban haciendo. Contaban con la bendición de Dios.
Recordamos a los maestros que tuvimos -como fieles forjadores de generaciones positivas-, y a los compañeros de estudio, que se dedicaron con el tiempo a trabajar, a crear empleos y a servir a sus semejantes.
El Hermano Andrés Careaga fue nuestro titular en cuarto año de primaria, y todavía se daba tiempo para manejar el autobús número cinco que puntualmente nos recogía en Ciudad Lerdo. El señor J. Paul Ayel -Hermano lasallista de origen francés-, nos enseñó a ser disciplinados, y con su energía acostumbrada fue depositando en nuestra mente las bases de las complicadas matemáticas. En ese tiempo, el Hermano Aniceto Villalba fue nuestro director. Construye la alberca, la Casa de Ejercicios, el frontón y las canchas, amplía la superficie de los campos, duplica la Secundaria, funda la Escuela de Agricultura, abre la Escuela Preparatoria y levanta los modernos edificios que hasta el día de hoy permanecen como un ejemplo de extraordinaria belleza plástica.
La clase que tuvimos de "Electrónica" con el profesor Jesús de la Rosa nos enseñó un mundo nuevo de cosas que jamás habíamos imaginado y del cual brotó como por arte de magia un radio, que aún conservo entre mis objetos más preciados. Cuando lo encendimos por primera vez y escuchamos maravillados las melodías de aquella época, los periódicos anunciaban ya un nuevo invento que revolucionaría las comunicaciones. Se trataba de la televisión en blanco y negro, que con muchas rayas y bastante imaginación de los espectadores, permitía que viéramos una imagen. Era el año 1957.
Todavía conservo en la memoria aquella ventana de las viejas construcciones del Instituto que utilizaba el "Teacher" Ríos desde la cual vendía sus artículos de papelería. Por unos cuantos centavos adquiríamos una regla cuadrada de madera, juegos de geometría y cuadernos para las clases de dibujo y ortografía. Muchos de los libros de texto que llevamos en esa época tenían como autor a G. M. Bruño, seudónimo del Hermano Lasallista de las Escuelas Cristianas San Miguel Febres Cordero. En la clase de Biología, impartida por el doctor Pascual Hernández, fuimos muchos los que descubrimos ciertos misterios de la vida que habían permanecido ocultos para los más inocentes.
La kermesse, que con entusiasmo organizábamos cada año, era muy rica en colorido, música, y alegría, y en sus globos podíamos ver reflejada la ilusión de todo niño que lo único que tenía eran ganas de jugar. La coronación de la reina, la tómbola, los gritos y las serpentinas nos hacían mucho muy felices. No teníamos grandes necesidades, y de lo que anhelábamos, lo anhelábamos muy poco.
La campana, famosa con el tiempo, marcaba la entrada y salida de clases. Era el sitio a donde se enviaba a los castigados por alguna indisciplina. Un pizarrón adjunto servía para dar a conocer los avisos más importantes, y en él miré un día -con curiosidad- al Hermano Cervantes, escribir con gises de colores, la noble e interesante vida de San Juan Bautista de La Salle -nuestro gran Patrono Fundador.
Las clases de Ética y Sociología impartidas por el Hermano Ezequiel Nieto fueron básicas para nuestra formación. Las enseñanzas recibidas de los profesores José López, Ignacio Navarro, Eugenio Sánchez y Víctor Parra, fueron también muy importantes para nosotros. Y no podemos dejar de mencionar las estrictas clases de Civismo del Lic. Jorge J. Sánchez.
Recordamos al Profesor De Pablos con sus clases de gimnasia que nos preparaba año con año para las tablas de pirámides, festivales deportivos del Primero de Mayo -con la presencia del señor Gobernador-, y los desfiles del 20 de Noviembre. Nuestras Bandas de Guerra llegaron a obtener los primeros lugares a nivel nacional y el reconocimiento internacional. El Servicio Militar Obligatorio lo hicimos con el uniforme de conscripto en el Centro de Adiestramiento que funcionaba en el Colegio bajo las órdenes del General Solórzano, y varias veces acudimos a las prácticas de tiro al blanco en ciudad Lerdo con un rifle de antaño que nos daba pavor cargarlo y más aún dispararlo.
En algunos rincones del colegio se escucha todavía el eco de las voces en concierto. Son las mismas melodías que Navarro y Vilalta, con su arte prodigioso dirigían. No sé donde quedarían las acequias y los campos sembrados con alfalfa, las graderías de madera del Primero de Mayo y los viejos pinabetes bajo cuya sombra jugábamos a las canicas. Todavía recuerdo la famosa inauguración de la alberca y la participación del clavadista olímpico Joaquín Capilla.
A lo lejos me parece ver de nuevo aquellos cortejos fúnebres que cruzaban lentos, para despedir ancianas monjas del hermano Colegio Villa de Matel. Parece que fue ayer, y sin embargo pasaron ya muchísimos años. La mayoría de los Hermanos han fallecido, pero su obra continúa dando frutos aún entre las personas que no los conocieron. Su voto de humildad, que renuevan periódicamente, los hace hombres anónimos que cumplen con una sagrada vocación que se fijaron como meta. Han muerto en silencio, después de haber sembrado en su larga y fructífera vida una simiente prodigiosa que aún perdura. ¡Ojalá hubiera más vocaciones como las que nos tocó vivir en nuestros años infantiles!
¡Y aquellos niños, se hicieron hombres!, cada uno en su sitio tratando de cumplir con la misión que le fue encomendada. Esa misión que se halla escrita con letras mayúsculas en el Libro de la Vida, porque aparte de ser hijos de Dios, fueron también evangelizadores. Allí están el esfuerzo y la dedicación, los retos alcanzados, la audacia, las horas perdidas y los minutos aprovechados, la conciencia normadora de nuestros actos y lo que queda de ella después de haberla deformado. Allí se encuentra el sacrificio, el arrepentimiento, el servicio que dimos a los demás, el amor que sentimos y supimos expresar a nuestros semejantes, el perdón cuando fuimos ofendidos, la corrección del sendero equivocado, y una luz esplendorosa que brilla al final del camino.
En el Anuario del año 1959, aparecen fotografías de amigos y compañeros de aquella época inolvidable. Muchos de ellos ya no pertenecen a este mundo. Su misión terminó antes que la nuestra, pero debemos reconocer que afortunadamente el éxito lo encontraron en el camino.
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