LA BALADA DEL RETORNO
Buscando entre los viejos papeles que conservo en los cajones del ropero, encontré una poesía titulada "La Balada del Retorno", escrita por Rubén C. Navarro (1894-1958). Cuando terminé de leerla, mi corazón y mis recuerdos estaban con mi madre. Constantemente pienso en ella, y los domingos rezo por su alma. Me identifiqué con la historia descrita en el poema, no porque yo haya sido un aventurero -que no me faltaron ganas de serlo-, sino porque después de que una madre fallece, por lo general caminamos dando "palos de ciego", levantándonos y cayéndonos otra vez. Erramos el sendero, fracasamos en nuestros intentos y muchas de las veces sentimos una gran soledad, porque nuestra madre ya no se encuentra como antaño a nuestro lado, para aconsejarnos, para animarnos, para reprendernos, para querernos. ¡Cómo nos hace falta nuestra madre, sobre todo cuando ese ser tan especial que Dios nos dio, ha partido! ¡Qué diferencia tan grande cuando la teníamos a sólo una llamada telefónica, o a unos cuantos kilómetros de distancia! Ya no recuerdo el número de veces -cuando siendo niño-, la tuve entre mis brazos, la llené de besos, y le dije que la quería.
Me gustaba verla en casa, en la cocina, con el delantal puesto, esperando la llegada de mi padre. Me gustaba verla así, más que trabajando en el negocio familiar. Me gustaba verla sirviéndole a mi padre un plato de frijoles refritos, con unas gotas de aceite de oliva, y una pieza de pan árabe calientito recién salido de la flama. Todo ello acompañado de jocoque fresco, aceitunas, y una pizca de orégano para darle sabor a los platillos.
Me gustaba ver a mi padre sonriendo y bromeando con ella, relatándole todo lo que había batallado para atender a la clientela. Me gustaba que fuera de noche, porque en la huerta se escuchaban ruidos extraños y me daba miedo. Tal vez eran los gatos nocturnos que por allí se paseaban buscando una compañera, tal vez eran los misteriosos tlacuaches que en el techo de nuestra casa se comían la pulpa de los aguacates.
Pero más me gustaban los domingos, porque ese día estaba prohibido hablar de la tienda, y mi madre era mi madre, y mi padre era mi padre. Ese día, mi madre preparaba alguna comida árabe: hojas de parra, o calabacitas rellenas en jocoque, o el complicado marmaón que se originó en Palestina y que a mi padre tanto le agradaba. Para cocinar estos manjares, mi madre tardaba toda la mañana, y algunos alimentos los comenzaba a elaborar desde el día anterior. Pero nunca la escuché quejarse, ella los hacía con gusto y con sabor.
Como postre, mi padre nos sorprendía con la fruta de sus árboles. Se sentía orgulloso de sus duraznos, de sus chabacanos, de los higos y del membrillo. Lo que no se consumía de momento, mi madre lo aprovechaba y hacía conservas para el invierno, con sus frascos, sus tapas y sus fórmulas secretas.
Todas las épocas de la vida son hermosas, pero ¡qué bonitas eran aquéllas cuando teníamos a nuestra madre con nosotros! Ella era nuestra confidente, nuestra seguridad, la que conocía nuestras debilidades, nuestro carácter, nuestros problemas, lo que queríamos hacer de nuestra vida, los sueños y las alturas que deseábamos conquistar. Aún recuerdo sus angustias y aquellas hermosas oraciones a la Madre del Salvador; sus temores y sufrimientos cuando las cosas no iban bien; su desprendimiento a favor de los hijos, su fe y la esperanza que siempre conservó.
Así era mi madre, como la madre suya, la que tal vez ahora no tiene porque ha fallecido y quisiera tener. Así son las madres, y es por eso que el Señor las hizo, porque nadie las puede reemplazar -a excepción de la Madre de Dios, que también es nuestra Madre. Estoy hablando con toda claridad de la Reina del Cielo, la Virgen del Refugio que siempre nos protege. En Ella encontramos un puerto seguro donde es imposible naufragar.
¡Benditas sean todas las madres que se preocupan de sus hijos, las que los reciben con los brazos abiertos después de mucho tiempo de no saber de ellos, las que los perdonan a pesar de sus errores, las que los abrazan y los besan sin tomar en cuenta sus defectos! ¡Benditas sean las que todos los días rezan por la salud de sus hijos y darían su propia vida si fuera necesario para salvarlos de una grave enfermedad! Para todas ellas, va ese escrito que encontré empolvado en mi ropero... pero que me hizo recordar a mi madre:
"Con los cabellos blancos y el corazón marchito, de mis luengas andanzas vuelvo a ti madre mía. Está mi pobre carne llena de cicatrices, tengo hambre y sed, y vengo con la alforja vacía. Se me fueron las noches en contar las estrellas, se me fueron los días en mirar una flor, se me fue la vida en hacer una estrofa, en crear un castillo y soñar un amor.
Dejé tu santa casa, el buen pan de tu mesa, el vino de tus odres y el calor de tu hogar, y me fui por el mundo sediento de aventuras, en aras del ensueño y en brazos del azar. No pregunté a la suerte qué fin me deparaba, ni a la vida por donde me tendría que llevar.
Cerré mis pobres ojos, tristes y visionarios, bendije mi destino y me eché a caminar. Partí mi pan humilde con el hermano hambriento, dí mi consuelo al triste, mi compañía al viador, y en las noches sin luna encendí devotamente mi lámpara de amor.
Dormí donde la noche me sorprendió: en la tienda de los húngaros nómadas, en la errante carreta de los titiriteros, en el mísero hostal donde albergan mendigos, o en el camino real. No hubo fiesta de pueblo, ni circo de plazuela donde no estuviera riendo de la vida a carcajadas como todo mortal.
Si la buena suerte me obsequió con una moneda, en una sota o en un rey se perdió. Y entonces me decía filosóficamente: si la suerte la trajo, ella se la llevó.
Amé con el alma a todas las mujeres que en mi loca aventura y a mi mano encontré. A unas por buenas, a otras por bonitas, y a las demás, ni yo mismo supe por qué. Pero como en todas puse mi delicado espíritu, mi corazón bohemio errante y trovador, todas me escarnecieron, todas me abandonaron y todas me dejaron mal herido de amor.
Aquí me tienes madre, lleno de cicatrices y de horror por la vida. Madre mía, pequé. Tú que sigues los ejemplos de Cristo, recíbeme y perdóname por lo mucho que amé.
Aquí me tienes madre mía, consuélame, perdóname, cobíjame en tus alas con santa pasión, recíbeme en tus brazos amorosos y tiernos, y apriétame llorando contra tu corazón".
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