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Jacobo Zarzar Gidi

¡CÓMO HAN CAMBIADO LAS COSAS!

En los últimos días he pensado mucho en lo acelerado que va la vida y en todas las cosas que han cambiado en el trayecto. Yo recuerdo que allá por los años cuarenta teníamos que darle "cran" a nuestro automóvil para encender el motor. Varias veces vi a mi padre hacer eso cuando se trasladaba de la casa en Lerdo, a su negocio en Torreón. En realidad nunca entendí para qué lo hacía, pero daba la impresión de estarle dando cuerda para que el motor iniciara su marcha. Era muy común que los radiadores de los coches explotaran al calentarse en exceso, dejando "tirados" en la carretera a sus conductores. Las llantas tenían en su interior una cámara con aire que cada rato se ponchaba, y la gasolina la cargábamos por unos cuantos centavos en la gasolinera de don Pancho Medellín que estaba situada por la avenida Presidente Carranza con la calle Acuña.

Como la leche era bronca, la teníamos que hervir, y los niños, parados frente a la estufa, decíamos en voz alta: "se va a tirar, se va a tirar", y efectivamente, siempre se derramaba ensuciando las hornillas. Los domingos íbamos a León Guzmán a comprar blanquillos frescos, y de paso nos deteníamos un momento para comernos un rico elote tatemado con leña. Si ahora les platicara a mis nietos que el refrigerador de nuestra casa lo enfriábamos con una enorme barra de hielo que diariamente comprábamos, y a nuestra plancha le poníamos carbón ardiente para que calentara, no me lo creerían.

En esos años, muchas de las casas tenían una noria en su traspatio, y el agua se sacaba con una tina atada a una cuerda. El líquido estaba casi a flor de tierra y todos la tomábamos porque estaba limpia. Poco a poco los niveles fueron bajando y finalmente dejaron de usarse los pozos. A partir de ese momento comenzó la red de tuberías con medidores por toda la ciudad. Fueron varias las tragedias que acontecieron en esas norias al caer algunos niños que jugaban en sus bordes.

Yo recuerdo que en aquella época llovía mucho más que ahora. Caían tormentas muy fuertes con rayos y truenos que a los niños atemorizaba. Las noches en verano eran frescas y la gente salía a platicar a la banqueta con toda su familia. Una de las distracciones de los domingos era ver el río Nazas correr de lado a lado. Estábamos orgullosos de su fuerza y su caudal.

Casi siempre que íbamos al cine, aparecía en la pantalla el nombre de un médico al cual se le buscaba con urgencia para que atendiera un enfermo, interrumpiendo así la secuencia de la película. Al ver su nombre escrito a mano en un cartón, todos nos enterábamos que allí se encontraba tal o cual galeno, y muchos nos preguntábamos ¿quién sería el enfermo? En todos los casos imaginé que la persona solicitada iba renegando porque no lo dejaron ver completa la película. También llamaban de la misma forma a los que en las calles cercanas al cine habían dejado prendidas las luces de su automóvil. Como no había dulcerías en las salas, alguien se metía entre las butacas para vender sodas y lonches que llevaba en una tina y en las bolsas de un delantal. Recuerdo los enormes y pesados rollos metálicos en que llegaban diariamente por autobús las películas. Ahora los cines las reciben por Internet, gracias a una inversión multimillonaria que hicieron, y todo se ha simplificado.

En ese entonces, los números del teléfono eran de tres dígitos nada más, y teníamos que llamar a la central para que una telefonista nos comunicara a la casa o al negocio donde queríamos hablar. La población de las tres ciudades no era numerosa, pero de todas maneras se batallaba para hacer una llamada telefónica. Era muy común que los niños traviesos marcasen para preguntar a la telefonista donde se estaba produciendo el incendio cuando escuchaban pasar a los bomberos. La telefonista les informaba, y ellos salían corriendo para verlo de cerca.

El otro día, mi nieto de cinco años, al ver mi vieja máquina de escribir a un lado del escritorio, me dijo: Jacobo, ¿qué es eso? Yo le contesté que ése fue uno de los últimos modelos que salieron de un aparato que era necesario para escribir mecánicamente sobre un papel. Cuando le quise explicar que en ese entonces escribía cada semana mis artículos con esa máquina para llevarlos al "Siglo de Torreón", me dejó hablando solo y se fue a jugar con su celular. Me hubiera gustado contarle con detalle todas las peripecias que pasábamos los colaboradores y las que pasaba el mismo periódico para que por las mañanas lo recibiéramos puntual en nuestra casa. Después de escribir los artículos, tenía que corregirlos más de tres veces, muchas veces a mano, y después de entregarlos personalmente en las oficinas del periódico, ellos me llamaban al día siguiente por teléfono para que acudiera otra vez con la finalidad de darle la última revisada antes de la impresión definitiva. Afortunadamente llegaron las computadoras, y con la maravilla del Internet todo ha sido más sencillo que antes.

Muchas cosas han cambiado, pero lo más impresionante es tal vez el invento del celular. ¡Cómo es posible que envías ahorita un correo, o un mensaje, o una imagen, del celular que llevas en la mano, a cualquier parte del mundo, y en unos cuantos segundos te avisan que ya llegó! ¡Cómo es posible tanta rapidez! Todavía recuerdo que anteriormente las llamadas telefónicas trasatlánticas pasaban por un cable hundido en el mar. Ahora la señal viaja por la red de Internet y por los diferentes satélites que se encuentran repartidos en el espacio. Se trata de una maravilla que nos tocó vivir.

Las cartas a los amigos o a la novia tardaban varias semanas en llegar y algunas hasta meses cuando se quedaban rezagadas en alguna oficina de correos. Los telegramas eran muy solicitados por su rapidez, pero también eran más costosos.

La anestesia para las cirugías se aplicaba con una mascarilla que contenía éter. ¡Era algo verdaderamente horrible! ¡Qué bueno que desapareció cuando fue progresando la medicina! Recuerdo también que por las calles de la ciudad se veía gente a caballo y fuertemente armada. No escondían el rifle ni la pistola porque en ese entonces no estaba prohibido portarlos.

En aquella época, yo recuerdo que éramos felices con cualquier juguete: un carrito de madera, un avioncito de papel, un balero, un yoyo, o una simple lata vacía que arrastrábamos en la tierra. Ahora observo que muchos niños tienen un cuarto lleno de juguetes y jamás se divierten con ellos. Los calentadores de agua o bóiler, eran de leña, y siempre existía el riesgo de que se incendiara el techo de la casa que era de madera. Las noticias nos llegaban de boca en boca y por la radio. Me gustaba escuchar canciones rancheras y los programas de Arturo de Córdova.

Mi nana Chavelita siempre nos decía que no nos saliéramos a la calle porque allí estaba el roba chicos, y más allá, en la otra cuadra, el mariguano. Yo nunca los vi, pero por las noches tenía pesadillas al imaginarlos muy malos, feos y tenebrosos.

Los doctores eran amigos de la familia, y en sus visitas a domicilio curaban las dolencias del cuerpo y del alma. Los años pasaban lentos, porque nosotros no teníamos las angustias de las prisas. Ahora los años se terminan en un abrir y cerrar de ojos por la misma ansiedad que padecemos.

En aquel entonces queríamos ser adultos, y ahora quisiéramos ser niños otra vez. Queríamos tener dinero, y ahora eso ya no nos importa, lo que pedimos es tranquilidad, silencio, larga vida, y salud. Queríamos irnos de casa, y ahora queremos permanecer en ella. Disfrutar de los árboles, del viento, y de la lluvia.

Muchas cosas han cambiado, pero Dios continúa siendo nuestra fortaleza. Su amor nos acompañó en los momentos felices y también en los tristes; en los sencillos y en los sumamente complicados. Por eso, siempre nos pasamos la vida buscándolo, y Él, en correspondencia, ha permanecido a nuestro lado. Su luz nos iluminó en la oscuridad, y su protección se ha hecho patente las tantas veces en que nuestra vida estuvo en grave riesgo de perderse.

Le damos gracias al Señor por lo viejo y por lo nuevo, por lo que nos gustó y por lo que no fue de nuestro agrado. Pasamos de la época de las ilusiones a la época de las realidades que abruptamente nos tocó vivir. Ahora cada vez pensamos más en el alma que en el cuerpo, pero estamos agradecidos también con éste, porque ha sido portador tolerante de las cicatrices que fuimos recogiendo en el camino.

jacobozarzar@yahoo.com

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