HERMANO CONTRA HERMANO
Dijo Caín a Abel, su hermano: "vamos al campo".
Y cuando estuvieron en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le mató. (Génesis, 4.8)
Cada vez observamos a un mayor número de familias cuyos hermanos se encuentran distanciados. Parece ser un comportamiento natural cuando llegan los hijos a determinada edad. Al contraer matrimonio ya no se interesan en la suerte de aquéllos que son de su misma sangre, y eso preocupa bastante a sus padres que quisieran verlos unidos apoyándose mutuamente. Les preocupa que siempre los ven peleando y se mortifican al escucharlos hablar mal uno del otro. Todo ello porque siempre soñaron con tener una familia unida que se quisiera y se respetase en las buenas y en las malas.
Un gran porcentaje de las mortificaciones que tienen los padres en su senectud se debe a las discusiones y distanciamiento entre los hijos. Y si incluimos el tema de las herencias, todo habrá de complicarse aún más. Los padres que tienen algunos bienes materiales, no saben cómo distribuirlos en su testamento para ser justos y dejar a todos los hijos contentos. Cuando muere intestado el padre o la madre, existe el riesgo de que alguno de los hijos se apodere indebidamente de alguna propiedad en contra de lo que fue la voluntad de la persona fallecida. Estos actos reprobables claman justicia al cielo, sobre todo cuando el que abusa finge una posterior demencia para no corregir el atropello cometido.
Cuando dos hermanos se pelean en los juzgados, "se van con todo", uno contra el otro, más que si combatieran contra extraños. Las personas que se enteran de esos vergonzosos litigios sienten compasión -por no decir lástima-, al ver cómo se destruyen dos seres que deberían amarse por tener la misma sangre y haberse alojado en el mismo vientre materno. Recordemos que el séptimo mandamiento de la ley de Dios prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes.
En su Primer Epístola, San Juan (1, 9-11) nos señala: "El que dice que está en la luz y aborrece a su hermano, ése está aún en las tinieblas. El que ama a su hermano está en la luz y en él no hay escándalo. El que aborrece a su hermano está en tinieblas, y en tinieblas anda sin saber a dónde va, porque las tinieblas han segado sus ojos". Y añade en la misma Epístola (4, 20): "Si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve".
En la hermosa parábola del Hijo Pródigo, encontramos con mucha claridad el sentimiento de la envidia al aparecer en escena el hermano mayor que se enfada cuando ve las atenciones que su padre le brinda al hermano que dilapidó toda su fortuna: "Tantos años que te sirvo, y nunca me has dado un cabrito…, y ahora ha venido ese hijo tuyo, que ha consumido tu hacienda con meretrices, y has hecho matar un becerro cebado para él". El hermano mayor es un hombre trabajador, que ha servido siempre sin salir fuera de los límites de la finca; pero sin alegría. Es muy probable que en ciertos momentos deseara, sin decirle a nadie, correr las mismas aventuras de su hermano -que lo imaginaba divirtiéndose mundanamente-, pero no se atrevió. Ha servido a su padre porque no había más remedio, y fue perdiendo el sentido de la caridad mientras servía.
Observamos un contraste muy grande entre el corazón magnánimo del padre y la mezquindad de este hijo mayor. Muchas veces se nos olvida que nuestro Padre Dios es un Padre bueno y generoso para con todos sus hijos y que a todos nos trata por igual, por lo tanto no debemos recelar al ver que uno de nuestros hermanos se beneficia de su misericordia. Y el Padre le responde: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos…" Dios espera de nosotros una entrega alegre, no de mala gana ni forzada, pues Dios ama al que da con alegría. Hay suficientes motivos de fiesta cuando se nos presenta la ocasión de ser magnánimos, de tener un corazón grande con un hermano nuestro.
Al igual que un buen padre de familia, a nuestro Padre Dios no le debe de agradar que sus hijos estén peleándose, insultándose y demandándose en los juzgados. Recordemos que Él nos dice "Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros". (Juan 13, 34-35)
Qué sabiduría la de Nuestro Señor Jesucristo al decirnos: "En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos". (Mateo, 18-3). Es verdad, cuando éramos pequeños conversábamos y jugábamos con nuestros hermanos, los queríamos mucho porque así nos lo inculcaron nuestros padres; ahora ya de grandes, los vemos a distancia -si es que los vemos-, y con los extraños hablamos mal de ellos para sentirnos superiores. Nos da igual si se enferman o están sanos, no les hablamos por teléfono para evitar que se sientan solos, y nos duele obsequiarles algo que nos pertenece.
Jesús es un ejemplo vivo para nosotros, nos enseña a convivir con todos los seres humanos, y en especial con nuestros hermanos de sangre -que también son hermanos en Cristo-, por encima de sus defectos, ideas y modo diferente de actuar. Bienaventurados son los que en el pasado ayudaron desinteresadamente a que sus hermanos progresaran, aún a costa de sufrir un menoscabo en su patrimonio. Bienaventurados son y serán los que soportaron las presiones de la esposa, cuando ayudaron al hermano en un momento de desesperación y angustia.
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