En la tarde del día 16 de septiembre de 2002 falleció en Roma a los 74 años de edad el cardenal Francois-Xavier Nguyén van Thuan, presidente del Consejo Pontificio Justicia y Paz, quien pasó trece años de su vida en las cárceles de Vietnam. Había afrontado con gran espíritu de fe durante años el cáncer, del que fue operado en dos ocasiones.
En 1975, Pablo VI le nombró arzobispo coadjutor de Ho Chi Minh (la antigua Saigón). El gobierno comunista definió su nombramiento como un complot y tres meses después le encarceló. Nueve años los pasó en régimen de aislamiento. Una vez liberado, fue obligado a abandonar Vietnam. Juan Pablo II le acogió en Roma, donde le confió cargos de gran responsabilidad, y le nombró cardenal en febrero de 2001.
Juan Pablo II, al final de la homilía durante el funeral por el cardenal Francois-Xavier Nguyén van Thuan, celebrado el 20 de septiembre de 2002 en el Vaticano, revelaba que su testamento espiritual recogía, en síntesis, lo que había sido su existencia. Dos años antes, conmovió a millones de personas que pudieron leer los pasajes de las meditaciones que pronunció durante los Ejercicios Espirituales a Juan Pablo II y a la Curia Romana, en las que recogió muchas de las experiencias espirituales que maduró en la cárcel.
En su testamento espiritual, después de pedir perdón, el cardenal asegura que seguirá amando a todos. "Parto serenamente -afirma-, y no tengo odio hacia nadie. Ofrezco todos los sufrimientos que he soportado a María Inmaculada y a San José: Durante mi larga tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas, iluminado en ocasiones con luz eléctrica durante días enteros, o a oscuras durante semanas, sentía que me sofocaba por efecto del calor y de la humedad. Estaba al borde de la locura. Yo era todavía un joven obispo con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir. Me atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de dejar que se hundieran todas las obras que había levantado para Dios. Experimentaba una especie de revuelta en todo mi ser.
Una noche, en lo profundo de mi corazón, escuché una voz que me decía: "¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo aquello que has hecho y querrías continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, misiones para la evangelización de los no cristianos…, todo esto es una obra excelente, pero son obras de Dios, no son Dios. Si Dios quiere que tú dejes todas estas obras poniéndote en sus manos, hazlo inmediatamente y ten confianza en Él. Él confiará tus obras a otros, que son mucho más capaces que tú. Tú has escogido a Dios, y no sus obras".
Esta luz me dio una nueva fuerza, que ha cambiado totalmente mi manera de pensar y me ha ayudado a superar momentos que físicamente parecían imposibles de soportar. Desde aquel momento, una nueva paz llenó mi corazón y me acompañó durante trece años de prisión. Sentía la debilidad humana, pero renovaba esta decisión frente a las situaciones difíciles, y nunca me faltó la paz. Escoger a Dios y no las obras de Dios. Ese es el fundamento de la vida cristiana en todo tiempo.
Después de que me arrestaran en agosto de 1975, dos policías me llevaron en la noche de Saigón hasta Nhatrang, un viaje de 450 kilómetros. Comenzó entonces mi vida de encarcelado, sin horarios. Sin noches ni días. En la cárcel todos esperan la liberación, cada día, cada minuto. Me venían a la mente sentimientos confusos: tristeza, miedo, tensión. Mi corazón se sentía lacerado por la lejanía de mi pueblo.
En la oscuridad de la noche, en medio de ese océano de ansiedad y de pesadilla, poco a poco me fui despertando: "Tengo que afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. ¿No es acaso este el mejor momento para hacer algo realmente grande? ¿Cuántas veces en mi vida volveré a vivir una ocasión como esta? Lo único seguro en la vida es la muerte. Por tanto, tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan cada día para cumplir acciones ordinarias de manera extraordinaria".
En las largas noches de prisión, me convencí de que vivir el momento presente es el camino más sencillo y seguro para alcanzar la santidad. Esta convicción me sugirió una oración: "Jesús, yo no esperaré, quiero vivir el momento presente llenándolo de amor. La línea recta está hecha de millones de segundos y de minutos unidos entre sí. Si vivo cada segundo, la vida será recta. Si vivo con perfección cada minuto, la vida será santa. El camino de la esperanza está empedrado con pequeños momentos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de esperanza. Como tú, Jesús, que has hecho siempre lo que le agrada a tu Padre, en cada minuto quiero decirte: "Jesús, te amo, mi verdad es siempre una nueva y eterna alianza contigo".
En los meses sucesivos, cuando me tenían encerrado en el pueblo de Cay Vong, bajo el control continuo de la policía, día y noche, había un pensamiento que me obsesionaba: "¡El pueblo al que tanto quiero, mi pueblo, se ha quedado como un rebaño sin pastor! ¿Cómo puedo entrar en contacto con mi pueblo, precisamente en este momento en el que tiene tanta necesidad de un pastor?". Las librerías católicas habían sido confiscadas; las escuelas cerradas; los maestros, las religiosas, los religiosos desperdigados; algunos habían sido enviados a trabajar a los campos de arroz. La separación era un "shock" que destruía mi corazón.
Yo no voy a esperar, me dije. Viviré el momento presente llenándolo de amor. Pero ¿cómo? Una noche lo comprendí: "Francois, es muy sencillo, haz como san Pablo cuando estaba en la cárcel: escribe cartas a las comunidades". Al día siguiente, en octubre de 1975, con un gesto pude llamar a un niño de cinco años, que se llamaba Quang y era cristiano. 'Dile a tu madre que me compre calendarios viejos'. Ese mismo día, por la noche, en la oscuridad, Quang me trajo los calendarios y todas las noches de octubre y de noviembre de 1975 escribí a mi pueblo mi mensaje desde el cautiverio. Todas las mañanas, el niño venía para recoger las hojas y se las llevaba a su casa. Sus hermanos y hermanas copiaban los mensajes". Así se escribió el libro llamado: "El camino de la esperanza", que ahora ha sido publicado en once idiomas.
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