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Jacobo Zarzar Gidi

UN TESTIMONIO DE VIDA

Hace varios años tuve la oportunidad de conocer la obra del Padre David Estala Silva, la cual me dejó verdaderamente impresionado. Este sacerdote Diocesano nació en Ciudad Lerdo e hizo sus estudios religiosos en la capital del estado de Durango. Trabajando en los grupos de Pastoral Juvenil, cuando transitaba por la carretera cercana a Torrecillas, después de un retiro espiritual, se volcó su camioneta. Como consecuencia del percance, se lastimó la médula espinal y quedó totalmente paralizado de la cintura para abajo. A partir de ese día usó silla de ruedas, y conoció de cerca lo que significa el sufrimiento humano. Experimentó desde aquel terrible accidente, un llamado muy especial que le hizo Nuestro Señor Jesucristo y que transformó su vida poniéndola al servicio de los más pobres y enfermos de la ciudad. Es así como fundó "La Casa Teresa de Calcuta", en memoria de aquella religiosa yugoslava que dedicó su vida entera a los más desprotegidos del mundo.

Acompañado por un grupo de amigos, llegamos a la vieja casona, que fue donada por don Salvador Álvarez, y que se encuentra enclavada más allá del sector Alianza en la ciudad de Torreón. Lo que deseábamos experimentar esa mañana de domingo era el gran amor de Dios que se manifiesta en todos aquellos seres humanos que despreciamos por ser pobres y estar enfermos.

Cuando llegamos, nos dimos cuenta que el Padre Estala, en silla de ruedas, estaba oficiando con mucha devoción la Santa Misa acompañado de los huéspedes distinguidos que albergaba en "La Casa Teresa de Calcuta": Ciegos, paralíticos, cuadripléjicos, ancianos de más de ochenta años, trastornados mentales que además eran sordos y gritaban mucho, personas adultas con mentalidad de niño, y gente muy pobre que no tenía un techo de amor a dónde acudir. La gran mayoría de ellos, los que pudieron pararse o llegar en silla de ruedas, participaron con fervor de la ceremonia religiosa.

Cuando llegó la hora de la Comunión, miré aproximarse a tres invidentes que se abrían paso con un bastón. Ellos acudían diariamente al D.I.F. para aprender a leer con el sistema Braille. Al terminar la misa, recorrimos algunas de las recámaras donde estaban recostados los más ancianos, aquéllos que ya no tenían fuerzas para levantarse. Uno de ellos -el más amolado de todos- se sonrió al vernos y levantó la mano temblorosa para saludarnos. Faltando a la caridad, lo saludé únicamente de lejos, y en esos momentos comprendí que todos deseamos participar del banquete, pero no queremos lavar los platos sucios. Me entristecí al reconocer mis miserias espirituales, y al darme cuenta que lo que el Padre Estala estaba haciendo... no cualquiera lo hace.

Cuando pregunté al Padre Estala ¿de qué vivían sus enfermos? Me contestó que de puro milagro. Y en verdad así era. Una señora muy caritativa les regalaba comida los domingos. Y una maquiladora les obsequiaba los alimentos de lunes a jueves. Los demás días, era la Divina Providencia la que se hacía presente.

El sueño más grande que siempre tuvo el Padre, fue invitar a un grupo de religiosas para que se ocuparan de sus enfermos cuando él ya no estuviese en este mundo. Monjas que los trataran bien, que los arroparan, que platicaran con ellos, que los asearan, que los quisieran y se preocuparan por su bienestar. Pero nunca lo pudo conseguir.

Al iniciar su apostolado, le dijo en voz alta a Nuestro Señor Jesucristo: "Si quieres que esto funcione, hazte cargo". Y el Señor ha cumplido... A partir de ese momento reunió a todos los menesterosos que cada sábado recorrían los comercios en busca de una moneda -en aquel entonces de cinco o diez centavos-. Y de esa manera, al abrirles las puertas de su corazón para darles un hogar, fueron desapareciendo de las frías calles de Torreón aquellos ancianos pobres, enfermos, tristes y abandonados.

No conforme con todo eso, el Padre fundó en un área aparte, pero cercana, "La Casa Paterna Divina Providencia", en la cual albergó a más de 38 niños pobres que se encontraban en grave riesgo de perderse por el alcoholismo o la drogadicción de sus padres. De todos ellos cuida con amor y esmero la tía Martha, que se consagró al servicio de aquellos pequeños que no tienen un hogar con principios y valores morales. Para la manutención de estos niños, no existen ingresos fijos. Los vecinos regalan objetos varios, y algunas familias los transforman en dinero haciendo un bazar cada determinado tiempo.

Cuando le pregunté ¿qué otra cosa hacía? (Como si no fuera bastante lo que estaba haciendo tomando en cuenta su condición), el servidor de Cristo me contestó que era Padre Espiritual de los seminaristas. Diariamente acudía al Seminario desde las 5:30 de la mañana y regresaba a las 11 A.M., y por las tardes de 4 a 8 P.M. Todo ello le permitió tener una entrevista mensual con cada uno de los seminaristas para darse cuenta de sus inquietudes y conocer la fuerza de su vocación. Siempre transmitió espiritualidad "a sus muchachos" -como él los llamaba-, y les recalcó la importancia de tener un proyecto de vida para que no se extraviaran. Dedicaba diariamente 2 horas y media a la oración y no le temía a la muerte. Lloraba al descubrir la nobleza de las personas, y afirmó que muchas de las veces no queremos escuchar la palabra de Dios porque no nos conviene.

El reverendo David Estala, que siempre vivió pobre hasta su fallecimiento, me comentó algo que yo no recordaba, o más bien yo no sabía. Me dijo que hace más de sesenta y cuatro años, su papá trabajaba de jardinero en la huerta de mi padre, y que él siempre lo acompañaba. Siendo niños, nos hicimos buenos amigos, jugábamos corriendo descalzos entre el agua de las acequias, reíamos y gozábamos cortando aquellos racimos generosos de uva sin semilla en los andadores cubiertos de parras. Me comentó también que cuando mi madre me enviaba al Colegio Josefino de Lerdo, yo me iba llorando porque quería seguir jugando con David. Al ver esto, mi padre tomó la determinación de pagarle también los estudios para que fuéramos juntos al mismo colegio, y mi madre le regalaba diariamente un vaso de leche fresca para que se alimentara. ¡Si mi padre y mi madre supieran que el pequeño David llegó a ser con el tiempo un gran sacerdote diocesano, les hubiera dado mucho gusto haberlo encauzado de esa manera!

Todavía me parece escuchar a lo lejos la voz de mi padre llamando a don David para que abriera las compuertas de la acequia grande: "Don David, don David…", y veo entre sueños entrar con fuerza el torrente de aguas cristalinas provenientes de la presa. Recordar todo eso en estos momentos me pone nostálgico y sentimental, porque los que estaban ya no están, y lo que era ya no es, ocasionando sin poder impedirlo que varias lágrimas se desprendan de mis ojos.

jacobozarzar@yahoo.com

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