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MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

Jacobo Zarzar Gidi

EL LUGAR VACÍO

De diferentes partes de la República llegaron los hijos y las hijas acompañados de sus cónyuges, de los pequeños nietos y dos de los bisnietos. Era la primera vez que se reunían en la casa paterna, varios meses después de la triste noticia. Todo permanecía exactamente igual: el ambiente austero, el silencio que permite meditar, el enorme crucifijo de madera, las imágenes de santos, los muebles de caoba, las fotografías familiares en la pared, las pinturas de paisajes, y el jardín con los árboles que siempre disfrutó.

Todo era igual que antes, con la única diferencia de que ahora en la mesa del comedor se encontraba un lugar vacío. Al sentarse a tomar los alimentos, cada uno de los comensales fue respetando el sitio que por tradición perteneció al jefe de la casa. Desde un principio los mayores se propusieron no recordar cosas tristes, y mucho menos delante de los niños, pero de pronto, uno de los nietos preguntó por el abuelo. Era Carlitos -el pequeño de cuatro años-, aquel que siempre decía: "Te quiero mucho", -después de hacer una travesura. De inmediato la mamá y las tías le contestaron con evasivas, y para entretenerlo quisieron contarle un cuento, pero su pregunta provocó que los demás niños recordaran también otras facetas del abuelo. Todos lo llevaban en su mente tal como fue: cariñoso, trabajador, espiritual, amable, enérgico, atento y servicial, con carácter de niño, juguetón y bromista, con la sonrisa a flor de labios, y dispuesto a darlo todo por amor a su familia. Fue un hombre que sufría internamente -y no lo podía evitar-, cada vez que veía en la televisión escenas de personas inconscientes destruyendo selvas y talando bosques. Lo mismo acontecía al mirar a la gente sin educación arrojando basura en las calles.

Con tan sólo un abrazo, una palabra de cariño y una sonrisa, hacía que los nietos, se sintieran importantes; y con su amena plática los divertía, relatándoles experiencias increíbles y transportándolos a sitios inimaginables que tal vez más adelante conocerían.

Todos sabían -y no les quedaba la menor duda-, que hizo feliz a la abuela, desde aquel día tan lejano en que contrajo matrimonio, hasta el último cuando se despidió de ella. Murió de pronto, como esos robles que después de vivir tanto tiempo se comienzan a inclinar con la menor brisa del viento. Jamás se quejó de los achaques que sentía. No quiso ser una preocupación y mucho menos una carga para su familia, y por lo mismo, siempre les habló de cosas positivas. Desechó lo negativo por dañino, y con esa actitud atrajo únicamente cosas buenas. Enseñó con el ejemplo, porque lo consideraba más importante que las palabras. Fue aliento para mucha gente que tenía temor de vivir el día siguiente, y regaló esperanza a manos llenas a todos aquellos que por un motivo u otro la habían perdido. Estaba convencido de que esta vida es sólo transitoria y que más allá se encuentra un Padre generoso en misericordia y grande en el amor.

Por eso lo extrañaban. Porque fue un hombre bueno que vivió todas las etapas de su vida en plenitud. Que se sintió feliz y disfrutó cada una de ellas como si fuera la última, sacándoles el mejor provecho que podía.

Fue un hombre de fortaleza, que soportó con valor las pruebas y los golpes de la vida, las enfermedades, y las tantas veces que fue sometido a operaciones quirúrgicas. Fue un hombre que jamás se rindió y mucho menos se acobardó. Que enseñó a muchos a trabajar intensamente, aclarándoles que en los negocios, primero está el servicio y después las ganancias.

Cuando en alguna reunión con familiares y amigos, comenzaban a hablar de dinero y de riquezas, él se alejaba de inmediato, porque lo que verdaderamente le llamaba la atención era la vida espiritual. Era un hombre de fe. Oraba todos los días en silencio para pedir por su familia. Rezaba implorando protección y larga vida para todos aquellos que tanto amó. Pedía por todos, menos por él, porque estaba convencido que el Señor ya le había regalado mucho.

Al estarlo recordando, todos se quedaron pensativos, confundidos e inseguros. Las hijas lloraban en silencio, y los niños se miraban unos a otros sin saber qué decir. ¡Qué difícil era perder a un padre y a un abuelo que los había querido tanto! ¡Qué difícil era sentir su ausencia, sobre todo ahora en que ya no estaría disponible para responder una llamada telefónica o un mensaje del Internet! Ahora, cuando las recámaras, las paredes y cada objeto de la casa se los recordaba.

Al terminar la comida, de pronto se alborotaron los niños, y se bajaron de la silla para ir todos juntos al ropero del abuelo donde con toda seguridad aún permanecían aquellos juguetes que él tanto cuidaba y con los cuales los entretenía cuando llegaban de visita. Juguetes, trucos y magias que tantas veces les sorprendieron, allí estaban esperando con paciencia que la presencia del abuelo los reviviera para divertir una vez más a los nietos.

Cuando otro de los pequeños preguntó por los árboles y las plantas, una de las hijas lo sacó de inmediato al jardín llevando entre sus manos algunas semillas que el abuelo no tuvo tiempo de sembrar. Desde allí, bajo la sombra de la higuera cargada de fruto, escucharon con atención el canto de las aves y el murmullo del viento. Miraron el nogal, la vid y la granada. Y se pusieron a sembrar con una pala pequeña, como tantas veces lo hiciera el abuelo para enseñarles el valor de los frutos de la tierra.

El lugar vacío, es más que una silla vacía. Es una herida profunda que se lleva durante mucho tiempo en el corazón, porque no existe una receta espiritual que pueda disminuir repentinamente la pena interior. El luto se ve en la ropa, pero los seres humanos lo llevamos en el alma, y varias veces imploramos a Dios con desesperación una receta efectiva que sirva para aliviar un poco el dolor que sentimos.

En el armario del abuelo quedaron bien guardadas aquellas fotografías de antaño donde se registraron las fechas más felices que la familia conserva en su corazón: los bautizos, las Primeras Comuniones, los días de campo, los quince años de las niñas, y las bodas. Por lo pronto permanecerán escondidas hasta que el paso de los años sane las heridas, porque es bonito recordar, pero hace daño, mucho daño, cuando se tiene la ausencia de un ser que amamos durante tanto tiempo.

En determinados momentos de la vida, no podemos comprender los acontecimientos que el Señor permite. La verdad es que Él tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida e incluyen la felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Estamos en las manos de Dios, sin embargo, en ningún otro sitio podríamos estar mejor. Si ponemos atención, escucharemos la voz consoladora de Jesús que nos dice: "Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora, lo entenderás más tarde". Y nosotros le contestamos con una oración sencilla, humilde y confiada: "Señor, Tú sabes más, en Ti me abandono. Ya entenderé más tarde".

jacobozarzar@yahoo.com

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