No soy muy amigo de los días consagrados a tal o cual tema. No festejo el del amor y la amistad ni el del niño ni el de la bandera.
Solía observar la Navidad por impronta familiar -provengo de una estirpe de ateos que observan las tradiciones de la religión que denuestan, acaso como pretexto para comer romeritos y beber champaña-, incluso después de atomizada mi familia de origen y aun pese al soberbio desinterés que por tal fecha exhiben mi mujer y sus parientes; de un tiempo a la fecha, sin embargo, me he emancipado de tal atavismo neurótico y regresivo y dedico la noche del 24 de diciembre a jugar canasta en la mesa de la cocina. Me queda, sí el día de la madre, que comparto por lo regular con la mía, la suya y mis tíos, lo que explico con fundamento en la mala resolución de mi Edipo. Hasta ahí.
Existe, sin embargo, uno de esos días celebratorios que detesto más que los demás, y he aquí que justo acaba de pasar: el Día Mundial del Libro. El lector que se haya topado con mi trabajo en este o en otros espacios probablemente se encuentre azorado ante tal aseveración. ¿No he escrito yo mismo un par de libros? ¿No me dedico fundamentalmente a escribir y a hablar sobre libros?
¿No los recomiendo en programas televisivos y podcasts? ¿No he reseñado varios para revistas literarias? ¿No tengo la reputación de haber leído, digamos, bastantes -ni de lejos todos los que querría-, que cultivo citando títulos y autores casi en cuanta cosa publico? La respuesta a todas esas preguntas ha de ser afirmativa, y confesaré, además, que me gustan tantos los libros que tengo un par de millares en casa. Debo aclarar, no obstante, que no me gustan todos los libros sino algunos (muchísimos que, sin embargo, no constituyen sino un mínimo porcentaje de lo publicado) y que el culto al libro -así, en general- me parece el peor enemigo de la lectura de buenos libros.
No hagamos sino consignar lo obvio: que la lectura -insisto: la buena lectura- no debería ser cosa de un día sino de todos.
Digamos mejor que hay muchos libros verdaderamente repulsivos: Mein Kampf es un libro, Los protocolos de los sabios de Zión es un libro, Juventud en éxtasis es un libro. Que hay otros ayunos de odio, pero igualmente carentes de valor: los de Harry Potter y los de Crepúsculo y Fifty Shades of Grey son libros, pero eso no les confiere más que un valor de entretenimiento muy menor, amén de que dado su éxito comercial poco o nada necesitan que se fomente su lectura. ¿Los libros como objetos, sugiere el lector?
Muchos son muy bonitos -me enorgullezco de los contados volúmenes de La Pléiade y de Everyman's Library que poseo- y muchos guardan para su dueño un gran valor sentimental -mi ejemplar de Las flores del mal baudelairianas es una muy mediocre edición de bolsillo, pero me conmueve lo usada que está y la cantidad de anotaciones al margen que exhibe; pensémoslo casi la encarnación de mi biografía intelectual y sentimental- pero la mayoría resultan banales no sólo en su contenido sino en su forma. Y, lector de buena literatura que soy, no tengo sino agradecimiento por el maravilloso invento que es el libro electrónico, que me permite acceder a casi cualquier título que quiera cuando yo quiera y, además, leer en la cama sin despertar a la que comparte mis días, pero no tanto mis noches porque se duerme temprano.
¿Día del Libro entonces? Mejor otro día. O, mejor que mejor, buenas lecturas, en libro o en pantalla, todos los días.