Era de madrugada cuando empezó a calar el frío saltillense en la explanada del edificio de la Úniversidad de Coahuila a donde maestros y alumnos ocupamos sillas y mesas. Se discutían asuntos académicos al aire libre con singular vehemencia tanto de un lado como de otro. A propuesta de los alumnos habíamos dejado el salón de sesiones, más acogedor desde luego, para salir al duro cierzo invernal de la calle que inclemente nos recibió con la crudeza de un duro invierno a que están acostumbrados allá, pero no nosotros los laguneros que tiritábamos debajo apenas de una modesta prenda de vestir. La enseñanza es un apostolado, y nuestra presencia recibía los latigazos del frío que entumecía los músculos del cuerpo; las manos y los pies eran bloque sólidos de hielo, aunque quizá exagero, la ciudad estaba cubierta por la neblina, que dibujaba los contornos de las casas dando la viva impresión de que estaba habitada sólo por sombras fantasmagóricas. Las palabras estaban envueltas en vaho, parecía que nos habíamos trasladado a una isla hechizada. En ese entonces Saltillo era un pueblito lleno de magia y encanto.
De pronto las personas empezaron a correr alejándose de lo que era una convención universitaria acercándose a la orilla de la banqueta. Estuvo a punto de cundir el pánico. Parecía que un montón de asambleístas estaba escenificando una reyerta. La calma regresó luego al percatarnos que las compañeras que se arremolinaban a las puertas de un taxi: presenciaban un alumbramiento.
Estaba produciéndose el milagro de la vida que Miguel Ángel pintara en la Capilla Sixtina, ¡la humanidad recibía el soplo divino!, la calma regresó al corazón de los asistentes. En medio del barullo resaltaba la figura del recién electo rector. Retrocedamos unos meses atrás.
Un jovencito de apenas 23 años de edad, con un colmillo bien afilado, les ganaba la partida a los señores conservadores que presidían la Junta de Gobierno, con el gobernador a la cabeza. Ese muchacho imberbe supo interpretar el anhelo de los estudiantes que pedían la autonomía. El secretario general de gobierno, logró acomodar a un amigo suyo como rector que fue rechazado por la comunidad universitaria que insistía en la autonomía.
En los días siguientes se reformó la Ley Orgánica de la Universidad, sustituyendo y despareciendo a la Junta de Gobierno por un Consejo Universitario, paritario, formado por alumnos y maestros. Era el mes de abril de 1973, cuando Melchor de los Santos Ordoñez se hizo cargo del despacho de rector de la máxima Casa de Estudios. Cargo que ocupó como encargado hasta las elecciones de 1975, en las que resultó electo por voto directo, secreto y universal como rector de la Universidad Autónoma de Coahuila. Un triunfo que dejó constancia de que sólo los hombres con ideales pueden lograr lo que se proponen a pesar de los obstáculos que encuentren en el camino. Un hombre joven que hablaba el mismo lenguaje que los estudiantes supo leer en las líneas del futuro lo que podía ser una universidad con jóvenes talentosos que luego se enterarían de lo que son capaces las nuevas generaciones dedicadas al estudio. Sembró la semilla de la concordia que perdura hasta nuestros días.
El mejor homenaje que podría recibir quien luchó por la autonomía universitaria es la tranquilidad como se mueve a estas fechas el mundo académico coahuilense. La quietud en que vive actualmente la misma universidad a 30 años de la gesta que condujo a la liberación de los universitarios es síntoma de que podrán equivocarse, pero sus errores serán suyos y de nadie más. Aunque, cabe decir, que al mismo tiempo sus aciertos serán los frutos de los esfuerzos que puso en vida el universitario Melchor de los Santos, hoy y desde hace varios ayeres, gozamos de una Universidad que fomenta con orgullo su lema: "En el bien fincamos el saber".