Cada fin o cada principio de año suelo releer algunos capítulos de Memorias de Adriano (Marguerite Yourcenar). Una mañana de 1964, al concluir su explicación inicial en torno de las complejidades técnicas del Corpus iuris civilis, acompañé a mi maestro al seminario de derecho romano. Quería que me despejara algunas de mis muchas dudas a propósito de las leges romanae barbarorum y de las reinterpretaciones del derecho compilado en tiempos de Justiniano.
Despuntaba el año. Mi maestro Guillermo Floris Margadant me regaló un ejemplar de la novela y me dijo en aquel español suyo, perfecto y con acento holandés: "No dejes de leer este libro. No lo olvidarás nunca. Te acompañará siempre. Es imprescindible para asimilar, en todo su esplendor, la perdurabilidad y la honda huella de la civilización romana en la cultura occidental".
La tarde de ese día empecé a devorar el libro. Mi maestro tenía razón. Es inolvidable. Siempre tengo a la mano esa bella reflexión literaria y poética -traducida con destreza por Julio Cortázar-, sociológica y sicológica, acerca del Estado y de la política, de la historia y del derecho, de la vida y de la guerra, del poder y de la gloria…
Vivo agradecido hacia mi querido amigo y antiguo maestro de derecho romano Guillermo Floris Margadant. A él debo mi descubrimiento de la obra de Yourcenar. Conocedor profundísimo de la civilización romana -vida y costumbres, leyes y artes-, mi respetado e irremplazable maestro me ofreció algunas de las claves a través de cuyo ejercicio pude acercarme al mundo romano y valorar sus inmensas aportaciones al derecho y a la historia.
Adriano es un hombre de Estado. Mucho más que un político. Es historiador y es futurólogo. Conoce la condición humana y sabe que se gobierna con hombres de carne y hueso. Aprovecha las virtudes y los defectos de cada quien. Hombre de armas, curtido en las más duras disciplinas militares, está convencido de la noble misión de los ejércitos en tiempos de paz.
Ensancha y consolida el poder del imperio pero, en todo momento, Adriano intenta las vías del convencimiento y las de la negociación. Está convencido de la eficacia de la acción política, aunque sabe que no hay acción política duradera si ésta se desarrolla fuera de los perímetros del derecho.
Es jurista avezado, pero uno de sus méritos mayores consiste en oír a los grandes jurisconsultos y dejarse influir por ellos. Sabe, en suma, que ningún problema de Estado o ningún conflicto político o social puede o debe plantearse al margen de la acción amplia y siempre ampliable del poder de las instituciones jurídicas, de las que Roma es pionera y pedagoga en la historia de las civilizaciones.
Sus concepciones en derredor de la cultura y del arte; su lucidez para interpretar, hasta en los detalles nimios, la raíz y la razón del Estado; su visión vanguardista del amor y de la poesía; su respeto hacia los astrónomos, pero su devoción por los astrólogos; su laica tolerancia y sus consideraciones formales e igualitarias hacia los cristianos, hacia los judíos y hacia las otras muchas religiones y sectas que proliferaron en el tiempo de su reinado; su intuición estética y su amor por el servicio social lo indujeron a prohijar grandes obras educativas e hidráulicas, agrícolas y de comunicaciones. "Fundar bibliotecas como si fueran graneros públicos". (Yourcenar)
Adriano es, en suma, un hombre de poder -y del poder-, pero sabe que su eficacia y respetabilidad estriban en sus capacidades de autocontrol y acotamiento. Se adelanta a delinear los contornos de un Estado que, 20 siglos después, podría considerársele eficaz y modernizador, dotado de fibras y de vetas auténticamente populares.