A San Virila no le gustaba hacer milagros. Los milagros le brotaban, sin embargo, como a los pájaros el canto.
Cierto día, viendo que los hombres no lo querían oir, les predicó a las piedras. Los lugareños se burlaron, pero cuando San Virila terminó de hablar las piedras elevaron un coro de alabanza ante el asombro de los incrédulos. En otra ocasión Virila vio a un perrillo que temblaba de frío. Levantó el santo la mirada al cielo, y las nubes se abrieron. Un pequeño rayo de Sol cayó sobre el animalito, y fue siguiéndolo por todas partes a donde iba.
El rey llamó a Virila y le dijo que se convertiría si le hacía un milagro, cualquier milagro. Virila se negó: no es buen creyente, dijo, aquél que necesita un milagro para creer.
Virila fue echado del palacio por los guardias. En la puerta vio a un niño. Sonrió y le dijo:
-¡Qué milagro!
¡Hasta mañana!...