Desde que apareció en el cielo la luna nueva, rasguñito de luz que apenas se veía, la gente del Potrero supo que ahora sí iba a llover: venía inclinada esa lunita, como pequeña jícara que deja caer su agua.
Llovió; llovió torrencialmente; llovió por unanimidad en vísperas del día de San Isidro Labrador, el santo que trae el agua y quita el Sol. Me dicen que los animales se volvieron locos de alegría: mugía la vaca, rebuznaba el asno, balaban las ovejas, relinchaba el potro. La gente salió a las labores sin cuidarse de protegerse del diluvio.
Luego la lluvia se hizo mansa y siguió cayendo todo el día y toda la noche. Esa es la lluvia buena: la humilde y sosegada, la que no hace ruido. No corre por las barrancas ni hace caudal en el arroyo: penetra en la tierra suavemente, dulcemente, y ella la recibe con gratitud de mujer que se siente poseída por el amor.
Dios no se había olvidado de nosotros. Nada más nos estaba pidiendo que lo recordáramos.
¡Hasta mañana!...