¿Recuerdas, Terry, amado perro mío, la primera vez que viste la Luna?
Eras un cachorrito recién llegado al mundo, y aquel luciente objeto en lo alto te llamó mucho la atención. Lo contemplaste largamente y enseguida volviste la mirada a mí como para preguntarme: ¿qué es? Luego -esto no lo olvidaré- lanzaste un breve aullido de lobo montaraz.
Siempre fuiste criatura franciscana, Terry; un perro manso y apacible. Pero una oscura fiera iba en tu sangre. Aquel grito de selva era la voz antigua de tu instinto. ¿Será eso lo que los teólogos llaman pecado original?
También yo llevo en mí, querido Terry, la misma fiera que llevabas tú. De cuando en cuando escucho dentro de mí un aullido de ira, de soberbia, de rencor. Quiero ser como tú, manso y humilde, y que la fiera que va en mí se dulcifique y viva en la paz y el bien que surgen del amor.
¡Hasta mañana!...