Llegaron ya los vareadores a mi huerto. Con sus largas pértigas sacuden las ramas de los nogales para hacerlos soltar su rico fruto. Suben a lo alto de los altos árboles y no dejan rama sin sacudir, y silban o cantan mientras hacen su tarea, como si no anduvieran en alturas a las que sólo llega el pájaro madrugador.
Yo temo por estos hombres que trabajan descalzos y serenos. Les he comprado arneses, cuerdas, cascos. Prometen ellos que van a usar todo eso, pero cuando voy a verlos encuentro esa balumba al pie del tronco, y a ellos allá arriba, riéndose del vacío y riéndose de mí.
Don Abundio me dice que lleva más de 70 años de ver a los vareadores apalear los nogales, y nunca nadie se ha caído. Volvemos a la casa. En el camino tropiezo con una piedra suelta.
Me pregunta el ladino viejo con fingida preocupación:
-¿Le traigo un arnés, licenciado?
¡Hasta mañana!...