Es clara y honda la noche en el Potrero de Ábrego; semeja un mar de aguas quietas en el cielo.
Crepita la fogata. Cada hombre da sorbos en silencio a su mezcal. De repente nos llegan por el viento aullidos de coyote. Los perros, nerviosos, atisban la sombra y gruñen sordamente. Don Abundio arregla los pliegues del jorongo en que se envuelve, y rompe a hablar como si también él crepitara.
-La gente no sabe que el coyote es muy agradecido -dice-. Una vez puse una trampa en la labor. Cuando fui a revisarla había caído una coyota. Me dio lástima, porque a su lado estaban dos coyotitos, sus cachorros. Ella se me quedó viendo con ojos de mujer. Me acerqué y levanté el fierro que le cogía la pata. La coyota se fue cojeando; volteaba de vez en cuando, y me meneaba el rabo. Un mes después iba yo por la loma y sentí un ruido. Era la coyota. Traía en el hocico una gallina. Vino como una perra mansa y me la puso en los pies, como regalo. Los coyotitos me hacían fiestas igual que si me conocieran.
Calla don Abundio. Callamos todos. Los jóvenes se miran entre sí, disimulando una sonrisa cómplice. Y es que no se le puede creer a don Abundio. Campesino viejo, cuando cuenta mentiras parece que está diciendo la verdad, y cuando dice la verdad parece que está contando una mentira. ¡Hasta mañana!...