Yo nunca hablo de mis caídas. Si hablara de ellas no acabaría de hablar. Pero la leña arde en el fogón de la cocina en el Potrero, y las llamas -no sé por qué; sí sé por qué- incitan a la confesión. Además don Abundio y yo hemos bebido algunas copas de mezcal de la Laguna de Sánchez, y eso no sólo incita a la confesión: la obliga.
-Fíjese, don Abundio -le cuento-, que di una conferencia en León. Al subir al foro tropecé y caí. Eso me avergonzó bastante, sobre todo porque entre el público estaban dos nietos míos, José Pablo y Alejandro, y vieron cómo caía su abuelo.
Don Abundio da un trago a su mezcal y me pregunta:
-¿Y se levantó usted, licenciado?
-Claro que me levanté.
-Entonces -dice el viejo- como si no se hubiera caído.
Pongo esto aquí para que lo lean mis nietos. El que cae y se levanta no ha caído. Sólo cae el que no se levanta después de la caída.
¡Hasta mañana!