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Mitos de pedestal

Historias de dominio y decadencia

Mitos de pedestal

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Alfonso Nava

Colosos que tapan al sol; efigies que dirigen dedos flamígeros al horizonte o al cielo, para guiar nuestras miradas; rostros y poses que exponen el momento solidificado en el que el héroe estaba por ordenar un ataque de cañones. O visto de otro modo: protagonistas de las grandes mentiras, exageraciones y componendas de la historia reciente de la humanidad. En cualquiera de los casos, las estatuas son el arte político por excelencia y representan mucho más que la persona reflejada en su imagen.

Desde su origen, la historia política de Occidente es un inmenso jardín en el cual hay sembradas numerosas estatuas. Cada cierto tiempo ese jardín es víctima de un invierno destructor. A lo largo de la película Adiós a Lenin (Good Bye Lenin!, Wolfgang Becker, 2003), aparece en los cielos una efigie del líder ruso: fue arrancada de su pedestal y la transporta por un helicóptero. En ese viaje por las alturas la escultura parece relucir en su majestuosidad, pero todo el tiempo se insinúa que su destino es un tiradero de chatarra o una fundidora. Lejos de la ficción, tras el anuncio de la Perestroika (la renovación política que estructuró Mijaíl Gorbachov en la Rusia comunista), la prensa mundial arrojó cientos de imágenes en las que aparecían los jóvenes soviéticos destruyendo estatuas de Lenin, Stalin, Brezhnev y demás santones del politburó.

Y no únicamente los rusos han atestiguado tales fenómenos. La reciente guerra de Irak, donde las fuerzas norteamericanas dieron cuenta del sistema de Saddam Hussein, se consumó con la caída (ejecutada por civiles) de una inmensa estatua del mandatario entre dos grandes sables sarracenos, en la zona centro de Bagdad. Los instigadores parecían dirigir su saña a un hombre de carne y hueso, no a unos restos de metal y cemento.

Pasa en todo el mundo. A las grandes revoluciones, las caídas de líderes mundiales, al mediodía de las crisis sociales y económicas, les sobreviene una avanzada de demolición de estatuas; una ofensiva tan ensañada y activa que tal pareciera se emprende contra los verdaderos culpables, los representados, genios y figuras de toda desgracia nacional.

Los pabellones estatuarios en cualquier país son los Campos Elíseos de las grandes cosmogonías nacionales. En su silencio, estas piezas de mármol y bronce, de olmo y laurel, relatan narraciones ideales sobre los héroes a los que encarnan y sus peripecias. Son un instrumento para la memoria de los pueblos, pero en su naturaleza de arte escultórico, en su inmediata maleabilidad de significado, han sido los protagonistas de muchas de las más grandes mentiras y/o exageraciones en la gran épica de Occidente.

LO DIVINO EN TIERRA

En su novela magistral Los once, Pierre Michon narra la historia de un óleo de gran formato encargado a un pintor, en el cual quedarían retratados los grandes conductores de la Revolución francesa. Los políticos que comisionan el cuadro dan al artista una sola indicación: Píntalos como dioses o como monstruos, insinuando así que en los registros de la Historia se confunden héroes y villanos.

La frase es poderosa en sus implicaciones porque el nacimiento de la escultura, quizá como ninguna otra de las bellas artes, tiene un arraigo profundamente teológico. Es decir, “algunas expresiones nacieron en el seno de prácticas rituales. Las épicas de Homero inician con invocaciones para que las musas dicten o ‘canten’. Pero las esculturas eran creaciones deliberadamente hechas para generar representaciones de lo divino en la Tierra”, explica el Sociólogo Daniel Juárez, especialista en historia de la cultura.

Bajo esta intención, la razón de ser de las primeras piezas escultóricas tendría por igual el objetivo de constituirse en objeto de honra pero también, dice Juárez, “el de establecer un punto de vigilancia, un ojo de dios en los confines terrenales”.

Los romanos fueron mucho más prolíficos en este arte y con ellos inició el uso ‘político’ de las estatuas (sin renunciar a la naturaleza mística). El Historiador Fermín Langsley indica que prácticamente todos los césares se ponderaban como encarnaciones divinas; algunos se nombraron descendientes directos de Hércules. Sobre la fundación de Roma no hay un texto que avale el mito de Rómulo y Remo, pero abundan las esculturas gráficas sobre el evento. “Este arte sirve, casi de origen, a la legitimación política tradicional no sólo por lo que proyecta la obra en sí sino por la concepción de que las esculturas son básicamente ‘dictadas’ por las musas”, comparte Langsley.

Arqueólogos como Jas Elsner han tipificado posibilidades de ‘imaginarios políticos’ erigidos por civilizaciones antiguas a partir del arte. La creación sirve a la construcción de un concepto de nación, rellena huecos históricos y moldea relaciones sociales. El crítico y ensayista George Steiner sostiene que la creación mitológica de significados es imperante antes de que Aristóteles plantee la lógica como instrumento para revelar consecuciones históricas. De tal modo, el arte de la escultura es contemporáneo de la instrumentación de una idea política que no sólo se impone, sino que se honra, dice Juárez, porque parece que sus fuentes creativas y por lo tanto de poder sobrepasan lo terrenal.

VIGILANTE DE BRONCE

Más que los césares, que las monarquías más antiguas (como los Plantagenet en Britania) y mucho antes que Stalin y otros líderes modernos, el culto a la personalidad nació con Napoleón. El conquistador francés reivindicó en su persona el seguimiento de los procesos históricos inconclusos tras la Revolución francesa.

El Psicólogo José Juan Cabrera destaca dos factores interesantes en los registros que se tienen de su temperamento, relacionados con la forma en que quiso ser representado tanto en pintura como en escultura. La primera se vincula justamente con seguir esta idea de presencia en las regiones conquistadas, que integraban casi toda Europa. Además de asignar corporaciones militares en sus dominios, llenó al continente de efigies suyas para reforzar la idea de que no importaba dónde estuviera combatiendo: siempre tenía un ojo en todos lados.

El otro aspecto tiene que ver con una clásica “disociación del carácter heroico”. Es sabido que Napoleón era de corta estatura. Pero en las zonas que conquistó proliferaban los ‘mitos autorreforzantes’ (como ocurrió con Genghis Khan o Alejandro Magno) respecto a que el conquistador era un superhombre, un coloso de amplias proporciones físicas y una furia incontrolable tamizada por su genio táctico y el favor divino. Explica Cabrera: “Decimos autorreforzante en dos sentidos: que a un pueblo dominado no le gustaría integrar a su historia la idea de que lo sometió un pigmeo. Luego el invasor, especialmente alguien con los rasgos psicológicos que intuimos sobre Napoleón, se tragaría completo el cuento para reforzar su carácter imperial. A fin de funcionar, la representación de la figura del héroe debe ser más exagerada de lo que nos brinda la realidad”.

Tendríamos incluso una tercera dirección, vinculada con aquellos que estructuran las dinámicas políticas. Daniela Morante, politóloga, apunta que esto se vio en la Europa del siglo XVII, en la Revolución rusa, en el México de Santa Anna, del porfiriato y luego del presidencialismo priista; también con Lincoln o con Gandhi. “Pasa en los lugares donde se empieza a construir un nuevo Estado: nada vuelve más eficaces las transformaciones necesarias e incluso los procedimientos drásticos como purgas y ajusticiamientos, aniquilación de enemigos, como la idea de que las conduce una voluntad superior, única, un héroe de mil batallas y guía formidable de los pueblos. La creación de un culto a una imagen única, monomítica, que diferencia las ordinarias voluntades de los ciudadanos comunes, de las enormes voluntades de los Líderes, así, con mayúsculas”.

Tal articulación no es así de ingenua o enajenada; le sirve al gobernante para legitimarse y regodearse en su aparente importancia. Pero también es útil al pueblo y a los políticos, para que cuando fallen o se deterioren las reformas exista alguien a quien culpar.

No hay instrumento mejor que las estatuas para construir esa ‘cosmovisión política’, debido a que este arte tiene idéntico síndrome que el carácter del héroe: en apariencia es una calca; se cree que la estatua es una traducción literal en mármol o acero de una persona real. Pero siempre hay sutiles rasgos de ficción, exageraciones que pasan por normalidad. La misma disociación de la realidad la experimentan los gobernantes y los sistemas políticos.

La escultura de este tipo es siempre vertical, apunta hacia arriba y en la pura experiencia de expectación implica una dinámica de sometimiento. En términos prácticos no es distinta al escalón que pone distancia entre los profesores y alumnos en un colegio. Ver hacia arriba es una conducta típicamente conductual para buscar respuestas en una fuente de poder. Por ello y por la disociación de la realidad, éste es el arte por excelencia de la política, al menos antes de lo que hicieron en el cine D. W. Griffith (en Estados Unidos) o Leni Riefenstahl (en la Alemania nazi), si bien eso es propaganda y sus mecanismos son mucho menos sutiles.

No es casual por lo tanto que la palabra ‘estatua’ comparta raíz latina, romana, con la palabra ‘estado’.

NARCISO RUSO: LA FARSA DEL CULTO

En 1928 el Ministerio de Cultura Soviético extendió una amplia convocatoria para diseñar una estatua dedicada a Lev Tolstoi. La ganadora sería edificada en Moscú. Iósif Stalin, entonces líder de la patria rusa, decidió participar como jurado. El ganador indiscutible fue Sergei Merkurov (a la postre el escultor favorito del dictador ruso) con un diseño en el que aparecía Stalin sentado en la perpetua acción congelada de dar la vuelta a una página de Guerra y Paz.

La estatua no existe más (fue retirada por el propio gobernante en uno de sus numerosos e imprevisibles giros temperamentales), pero ilustra la clase de culto a la personalidad que generó para sí Iósif Stalin, con la cual fundamentó uno de los regímenes más sanguinarios que hayan existido y cuya expresión quedó fija en un verdadero Partenón de estatuas extendido con amplitud en todos los países detrás de la ‘cortina roja’.

Llama la atención que la más acabada expresión del culto a la personalidad se haya dado en un sistema de gobierno donde tal concepto es contradictorio a la ‘dictadura del proletariado’ y a la visión materialista de la Historia. Concentrar la interpretación de una doctrina y la ejecución de gobierno en la figura de una sola persona, como lo hizo Stalin, es contrario al marxismo; pero curiosamente es también una de las peores enfermedades de los marxistas. De allí tantos ‘ismos’ antecedidos por el nombre de un prócer y la insoportable imagen de los padres de dicho movimiento esculpidos como imitación de los mandatarios estadounidenses en el monte Rushmore.

Para el famoso vigésimo congreso del Partido Soviético, donde Nikita Kruschev condenó los crímenes de Stalin y lo acusó con ese concepto de culto a la personalidad, había un registro de casi un millar de estatuas dedicadas al mandatario, emplazadas dentro y fuera de Rusia. La mayoría rebasaban los 10 metros sumando el pedestal y la pieza. Las figuras se distribuían entre posturas marciales y poses del líder señalando hacia el horizonte o hacia el cielo, como signo de la avanzada de la revolución proletaria mundial.

Según Cabrera otra de las variantes del culto a la personalidad, la más obvia quizá, tiene que ver con la inseguridad: “Quieres un poder enorme pero te contraría la idea de cómo va a caer en tus manos”. La figura de Stalin entra en esa categoría, diferente a la de Napoleón, porque apoya la construcción de su imaginario en dos fuentes: primero, sus esculturas monumentales que no han sido igualadas en tamaño por otros dictadores. Segundo, en que también mandó edificar numerosas efigies de Lenin y de Marx como un respaldo y como una figura a la cual culpar en caso de que las acciones no tuvieran los resultados esperados. Así, a través de su exposición escultórica (sus acciones y la aniquilación de sus contrarios ocupan otro capítulo en la historia de la Psicología), por un lado se refuerza y por otro se exime. El procedimiento es ingenioso pero exhibe una siniestra lucha interna, la misma que disocia la realidad de la representación en las estatuas.

Este tipo de culto, con mayor radicalidad de otros, no sólo nace de fuera de quien concentra el poder, sino que allí se refuerza e intensifica la inseguridad. Indica Morante: “Por ese primer motivo, Stalin primero erradicó a sus opositores; luego la emprendió contra quienes lo celebraban porque ya nada era suficiente como para provocar efectos adversos: escarnio, crítica”.

El anecdotario es amplio. En sus atribuidas memorias el propio Kruschev narra episodios en los que Stalin asistía a verificar edificaciones de sus estatuas y un milímetro de más en los bigotes, una insinuación de ojeras, un rictus débil o demasiado rígido, provocaban llamadas aterrorizantes contra los artistas, quienes en el mejor de los casos podían sufrir la suspensión de recursos oficiales o hasta pasar temporadas en campos de trabajo forzado.

Las dimensiones de las efigies respondían a una regla estipulada con el fin de evitar, por medio de la altura, actos vandálicos contra las piezas. Algunas tenían además guardias fijas.

Según Morante, la máxima estatua ordenada por Stalin fue el embalsamamiento de Lenin y luego de sí mismo. Fuera de toda concepción materialista (como lo propone el marxismo), en tales mausoleos que la gente aún puede visitar se extiende la mitología del héroe revolucionario cuya potencia no acaba con la muerte. Ésta, que es una explicación del propio arte estatuario, se ensancha cuando la materia es carne y hueso. La exposición de restos mortales a manera de algo tan duradero como el acero o el mármol es el colmo de las derivaciones de poder en este personaje.

“EL VIENTO A JUÁREZ”

Rondan muchas versiones sobre la popular frase “me hace lo que el viento a Juárez”. Una de ellas indica que en cierta ocasión una ventisca causó fuertes daños en Oaxaca, y aunque se creía que por consecuencia del mismo fenómeno caería la estatua del político, emplazada en el Cerro del Fortín, ésta se mantuvo.

Benito Juárez fue una figura ampliamente celebrada durante el longevo gobierno de su paisano Porfirio Díaz. Langsley apunta que el porfiriato (en términos de acción política, mas no en lo social) tuvo como inspiración a Juárez. Y en las calles, sobre todo de la Ciudad de México y Oaxaca, se notó esa identificación incluso más con tintes de devoción.

En la capital del país ese fervoroso reconocimiento se coronó en el recién restaurado Hemiciclo a Juárez, en la Alameda Central, donde el benemérito aparece en lo más alto de la estructura junto a figuras angelicales que entre otras cosas representan a la justicia. A diferencia de la tradición romana (la elegida del culto soviético), los saludos de Díaz a Juárez fueron tallados en tradiciones grecorromanas pero tocadas por el estilo francés y con la generalidad de situar personajes figurativos en escenarios alegóricos. El Hemiciclo a Juárez, pues, sugiere un entramado celestial. El personaje central no está representado como un coloso pero encabeza un paisaje que retoca su elevada calidad moral.

Otros espacios del Distrito Federal donde se nota este homenaje son el propio mausoleo de Juárez en el panteón de San Fernando, estructura hecha bajo la misma tradición escultórica del Hemiciclo; y en el corredor de monumentos del Paseo de la Reforma, pleno de estatuas dedicadas a allegados juaristas liberales. Resalta que del propio Díaz no hubo edificaciones o al menos ya ninguna sobrevive y no se tienen registros.

Díaz apoyó sus gestiones en la autoridad moral y legitimidad juaristas, que tienen un valor mayor por sí mismas; pero la devoción porfiriana la aumentó, la propagó y aún más, evitó el revisionismo de la figura de Juárez. Es curioso que mucha gente no vea en don Porfirio la altura de estadista y confirman su autoridad a partir de su figura militar; resulta emblemático que siendo presidente (y todavía en nuestros días) lo antecedía siempre el epíteto de ‘general’. “Y ahí fincó Díaz su poder; pero balanceó en dos polos con el juarismo, de modo que su legitimidad le vino por su lado carismática, y por Juárez tanto tradicional como racional. Díaz no cohesionó a México con la violencia, como muchos tienden a creer, sino por este equilibrio que le permitió llevar a la práctica sus ideales de progreso”, indica Morante.

En adelante, muchos de los gobernantes mexicanos copiaron la estrategia: la del respaldo a partir de otra figura, como Stalin con Lenin; la de construir (si era posible: no todos los presidentes conseguían legitimarse por sí solos) por varios polos.

La producción de monumentos públicos (hablando estrictamente de efigies) para próceres no ha sido prolífica en el México contemporáneo, especialmente después de la revolución; esto se debe a que en nuestro país se dieron procesos culturales distintos, el imaginario se construyó con mayor fuerza desde otras artes. Daniel Juárez anota que de manera muy particular los valores de cohesión social e histórica que antes se tallaban con la escultura, tras la revolución quedaron mejor plasmados en la novela con una tradición que encabezan Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello y Mariano Azuela, así como en la Escuela Mexicana de Pintura, el muralismo, con sus figuras señeras.

Salvo casos regionales donde se fincaron estatuas para enfatizar la pertenencia de ciertos personajes (como las estatuas de Carranza y Madero en Coahuila, Zapata en Morelos, etcétera), no hubo una avanzada de piezas escultóricas monumentales porque para empezar no había claridad respecto a qué manos revolucionarias concentraban el poder. Tampoco había figuras a las que se les pudiera consagrar el respaldo moral e ideológico de la revolución. Por otro lado las personas carismáticas que pudieron ser objeto de culto, como Villa y Zapata, en esos tiempos eran más bandidos que otra cosa. Ante tal vaguedad tanto la pintura como la novela usaron de protagonista mayor al pueblo revolucionario y es en él donde empezaron a construirse los grandes mitos del imaginario político. Esa parece ser la dinámica hasta la aparición de Lázaro Cárdenas.

En opinión de Morante, en esa gestión sí hubo un culto a la personalidad; no queda claro si fue algo deliberado como táctica desde el Palacio de Gobierno pero sí es evidente que Cárdenas concentró muchas de las necesidades morales y emotivas que hasta su administración se hallaban menos satisfechas con los gobiernos posrevolucionarios, y que además fueron las perfiladas en el nuevo imaginario político: el carácter nacionalista y la defensa de la soberanía en la expropiación; el acercamiento a los marginados con los amagos de reforma agraria y el epíteto de ‘Tata Lázaro’; la procedencia militar combinada con un gabinete de avanzada académica que le daban altura de estadista, esa mezcla entre Villa y Carranza. “Apareció el esperado héroe que tanto faltaba para coordinar el esfuerzo conjunto. Y para acentuar ese carácter tuvo la atinada decisión de designar a su sombra, el villano, el reeleccionista: Plutarco Elías Calles”.

La potencia de Cárdenas es tal que hoy sigue siendo la figura de referencia y respaldo tanto de políticos de izquierda como de derecha. Si hay un presidente contemporáneo del que aún existen esculturas monumentales, es del Tata Lázaro. Una de más de seis metros reluce en medio del eje central que lleva su nombre, en la Ciudad de México.

Hoy por hoy el recurso de las estatuas es visto justamente como eso: maniqueísmo, falso culto, idearios superficiales. Ya no se hacen estatuas pero se ponen altares, que es de otro modo lo mismo. Cada presidente se adjudica un héroe como guía y cuelga su retrato en la oficina presidencial de Los Pinos. Resulta emblemática la elección que Fox y Calderón hicieron de Madero, adalid del sufragio efectivo y el antirreleccionismo, como mensaje a los anteriores 70 años de priismo. Pero no le hicieron mucha difusión. De hecho en años recientes la última estatua monumental que se realizó para honrar a una figura histórica fue la de Francisco I. Madero en la explanada del Palacio de Bellas Artes, develada por Felipe Calderón durante los deslucidos festejos del centenario de la revolución. “El PAN, al llegar al poder, no supo crear un nuevo imaginario político, una idea en desarrollo de país, que habría puesto un velo sobre su ineficiencia en el uso del poder”, dice Langsley.

Mención aparte merece la que quizá haya sido la última estatua edificada de un presidente mexicano en funciones: la efigie de Miguel Alemán con la cual fue rematada para su inauguración la Ciudad Universitaria en el DF. La pieza fue dinamitada por estudiantes en la década de los sesenta.

PROFANACIÓN DE LO SOLEMNE

La escritora Beatriz Espejo cuenta que durante su infancia atestiguó cómo un pueblo veracruzano despertó escandalizado al ver un yoyo sobre el dedo de una estatua de Salvador Díaz Mirón, el mítico poeta salvaje.

El procedimiento lo repetiría Marcel Duchamp con su manipulación de una reproducción de La Gioconda. En la película Los caifanes, los personajes juegan con la solemne desnudez de la Diana Cazadora. Hace unos años, el célebre ‘guerrilla artista’ Banksy intervino en vías de Londres más de una decena de esculturas, todas de personajes de la realeza británica. Asimismo, las imágenes más repetidas tras el colapso socialista tenían que ver con el desmantelamiento de estatuas monumentales de Lenin y Stalin en las órbitas soviéticas (aunque muchas sobreviven).

El Psicólogo Cabrera expone que si la persona más seria del mundo de pronto se ríe, ya nadie vuelve a creer esa seriedad; la más mínima profanación de lo solemne causa un daño irreparable, el significado se trastoca y no vuelve a ser el mismo. Con las estatuas ha ocurrido lo mismo. Su engaño monomítico ha quedado al descubierto. “El propio desarrollo del arte, desde el modernismo, trabaja sobre la negación de los significados rotundos e inamovibles. En tanto los monumentos públicos tienen ese rictus de resignificar de manera tautológica una situación histórica, se invalidan en su propia restricción”.

En las órbitas soviéticas fueron dinamitadas o desmanteladas a golpe de mazo, pero quizá se necesitaba mucho menos. La anécdota de Díaz Mirón o el trabajo de Banksy son formas nuevas de un procedimiento que los ciudadanos de todos los tiempos siempre han realizado: la abolición de las figuras de autoridad. Y tal como en las imágenes de hoy, se manifestaba con una masiva erradicación de símbolos visuales que aludían a ese imaginario. En la antigua Roma se le llamaba damnatio memoriae (condena de la memoria) a las jornadas que ocupaban los ciudadanos para destruir templos y efigies de emperadores derrocados. Es parte de un proceso de renovar la memoria a partir de la destrucción de lo que artificialmente perdura.

Para Morante, además, la construcción de imaginarios políticos a partir de símbolos es más que nunca inviable y hasta ridículo. Hoy los imaginarios nacen y se destruyen cada día. La velocidad de las cosas impide que las masas codifiquen símbolos perdurables, ya no sólo políticos. Las imágenes heroicas sólo pueden medio sobrevivir, ser el ‘sabor del mes’ en su potencial de consumo antes que en su posibilidad de reflexión. “No está mal, pero no sé si está bien: desde luego, no queremos más panteones de figuras dotadas con fuerzas artificiales pero sí necesitamos mejores mecanismos, ejecutados por los ciudadanos, para la preservación de la memoria”, concluye la politóloga.

El filósofo Friedrich Nietzsche sentenció que “las estatuas se caen encima de quien las edifica”. La Historia le ha dado la razón. Sean construidas a favor o en contra por una colectividad o por el propio depositario del poder, cada imagen heroica, cada monolito construido para avalar cosmovisiones políticas, ha quedado sepultada por su propio peso.

El mundo nos ofreció en 2003 una bella metáfora sobre este hundimiento de estatuas, que tiene de fondo el fracaso de las ideologías y la caída del hombre en sus intentos mal encauzados de progreso: en Ucrania un grupo de buzos encontró en un sector al fondo del lago de Sinevir un auténtico cementerio acuático conformado por docenas de efigies alusivas al ámbito soviético. Musgo, algas y poblaciones de bacterias habían tomado como casa representaciones de los antiguos próceres de la vanguardia proletaria mundial. Una bella y a la vez inquietante postal fue publicada en diarios de ese país. Cuando se consultó si el lago debía ser limpiado, si esos restos debían ser extraídos, los científicos detallaron que tales piezas ahora albergaban vida subacuática vegetal y animal, como los arrecifes de coral artificiales, y que sería bueno dejarlas ahí.

Joyce escribió en su Ulises que sobre las ruinas se construyen los palacios de la eternidad. Lo perdurable de las estatuas está más en sus restos, en su decadencia, que en las fotografías donde efigies de colosos mostraban su esplendor.

Fuentes: Historiador Fermín Langsley; Sociólogo Daniel Juárez, especialista en historia de la cultura; Psicólogo José Juan Cabrera; Daniela Morante, politóloga.

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