La noticia de que Hugo Chávez será embalsamado obliga a pensar en el peculiar trato que los mexicanos hemos dado a los restos de los héroes.
Hace poco se descubrió que en la caravana de reliquias que Felipe Calderón hizo desfilar por el país con motivo del Bicentenario de la Independencia no todos los huesos eran de mártires de la patria, pues había algunos de venado. Que los héroes fueran recordados con ese osario portátil ya era grotesco. Lo del venado lo volvió ridículo.
El 4 de febrero de 2011 el escritor venezolano Ibsen Martínez recordó en la prensa de su país la tradición latinoamericana de honrar próceres de ultratumba. Al respecto, mencionó el caso de Álvaro Obregón y su brazo perdido. Como al destino le gustan las simetrías, ahora la muerte de Hugo Chávez y su destino como momia permiten recordar el del general mexicano asesinado en 1928.
Pocas cosas me impresionaron tanto de niño como la visita al monumento a Obregón en San Ángel. El edificio fue concebido como un símbolo de la contundencia, un dogma del concreto, un triunfo del rectángulo en un horizonte sin geometría.
Jorge Ibargüengoitia señaló que la estatuaria mexicana no sólo es horrenda sino confusa. De pronto un monolito se alza sin otra explicación evidente que consagrar... ¡al monolito! Algo parecido sucedía con el mausoleo que albergaba el brazo del caudillo sonorense.
Recuerdo la oscuridad de aquella cripta revolucionaria y la vitrina que mostraba un brazo apergaminado, suspendido en la densidad del formol. Esa delirante atracción cívica fue comisionada en 1934 por el presidente Abelardo Rodríguez e inaugurada un año después por Lázaro Cárdenas. Lo curioso es que el brazo se había separado del cuerpo histórico de Obregón desde 1915, 13 años antes de su muerte. Dio tumbos de un lugar a otro (cuentan que durante un tiempo incluso estuvo en un prostíbulo favorecido por la clase política) hasta que Aarón Sáenz, secretario de Relaciones Exteriores con Plutarco Elías Calles, tuvo la iniciativa de mostrarlo en público.
No creo que la exhibición de esa lastimada extremidad haya servido para fomentar otra cosa que el espanto. Suena improbable que despertara el afán de arrepentimiento que provocaba la Mujer Tortuga de las ferias o las iluminaciones que se atribuyen a los clavos de Cristo. No sé de nadie que al ver el brazo amarillo haya descubierto su vocación política, su amor a la patria o su fe institucional.
El despropósito estuvo a disposición de la ciudadanía hasta 1989, cuando Carlos Salinas de Gortari resolvió que el brazo se incinerara para unirse con los restos del general en Huatabampo.
Nuestra historia es pasto de confusiones. A Obregón le decían "El manco de Celaya" pero perdió el brazo en Santa Ana del Conde. Lo más absurdo es que se le "honró" de un modo que él hubiera repudiado. Vivió la pérdida del brazo como una tragedia y trató de suicidarse; se disparó en la sien pero la pistola no tenía bala en la recámara. El militar Jesús Garza impidió que volviera a jalar del gatillo (cosa curiosa, Garza se suicidó poco después). Superado el trauma, Obregón lo convirtió en comedia. Cuando le preguntaron si aún supuraba su herida, contestó: "¡Su pura madre!".
En 1919 le contó a Blasco Ibáñez cómo habían encontrado su brazo en el campo de batalla. Uno de sus ayudantes lanzó al aire una moneda de oro: "Inmediatamente salió del suelo una especie de pájaro de cinco alas. Era mi mano, que al sentir la vecindad de una moneda de oro, abandonaba su escondite para agarrarla con un impulso arrollador".
El general no apreciaba la lectura y su desmesurado libro Ocho mil kilómetros de campaña demuestra que tampoco concedía importancia a la escritura. Cuando su ministro de cultura José Vasconcelos emprendió su colección de clásicos, le pidió que publicara a un amigo suyo. El autor de Ulises criollo explicó que la serie sólo acogía a autores póstumos. "Por eso no hay problema: ahorita lo mando fusilar", bromeó el caudillo.
El escritor con que se llevó mejor fue Valle-Inclán, por ser manco. Se divertían en el teatro y en los toros, aplaudiendo entre los dos, don Ramón con la mano derecha y él con la izquierda.
Cuando alguien le preguntó por qué usaba el reloj en el muñón derecho y no en su brazo bueno, Obregón respondió: "¿Y quién le va a dar cuerda?, ¿tu chingada madre?".
El general que hacía chistes fue ultimado por un asesino que llegó al banquete en La Bombilla en calidad de caricaturista. En El atentado, de Ibargüengoitia, las últimas palabras del prócer son un antojo: "Tráigame unos frijolitos".
La historia oficial tiene otro tono. Ahí la picaresca adquiere apariencia de solemnidad, hasta que se descubre que los restos no son de insurgente sino de venado, y lo que se había promovido como gesta regresa al suelo común de la farsa.
La caricatura que León Toral *no llegó a dibujar* el día del asesinato se representó en piedra en el mausoleo al brazo de Obregón. Después de 58 años de fomentar el morbo, el edificio quedó como un ataúd vacío, un monumento a la revolución institucional.