Cuando bajo al pueblo, si voy a la tienda de Juan, debo llevar una idea clara de cuanto busco, una lista, porque la vuelta es larga y el tiempo deberá ser suficiente no solo para comprar, sin para entretenerme cuantas veces sea necesario.
Salir de casa en el rancho no puede ser una ocurrencia emergente, nadie pensaría en ir a casa de la vecina por un encargo sin entretenerse a saludar. Si ha menester visitar a Linda para pedirle azúcar, además debemos saber el resultado de su consulta médica, la cantidad de trabajo que tiene en la costura y la próxima visita de sus hijos, que viven en el extranjero. Eso será, entonces, un "mandado" completamente normal.
El saludo fugaz no existe en ese menú de convivencia, aun decir adiós desde un vehículo implica estirar la mano, inclinar el sombrero y pegarle un "¿qué hay de nuevo? ¡nada, nada!" Y las señoras recaban en las salutaciones informes sobre el estado del chiquillo caído o sabrán si Mary ya lavó o dejó todo para mañana.
La gente del rancho tiene tiempo para la gente, a veces, demasiado. Deshacerse de la prisa en su socialización no es una cualidad extra de sus personas, sino una obligación inherente a su historia y su educación; saberse unos a otros es la tradición que viste de paz y longevidad a esas comunidades rurales en donde parece que los relojes están siempre retrasados.
A veces, las visitas se convierten en procesiones. Rumbo a la visita mensual del médico, las mujeres van anexando a otras y avanzan en una algarabía nunca apresurada; es un tiempo muy valioso para actualizar la agenda de las manualidades que recibirán, el día de pago, el estado de salud de los ancianos y las cosas nuevas de la escuela a donde, cada mañana, van sus hijos con tranquilidad, porque a ellos tampoco les han heredado la prisa.
¿Cuántos minutos nos llevaría imitarlos en la ciudad? Si hacemos la cuenta, el resultado nos hablará con precisión de quienes se percatan de nuestro tránsito diario por la vida. Hacerlo sería arriesgado, tal vez tengamos una conclusión poco alentadora.
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