No eres tú, es el aparatito. No se trata de buscar una marca mejor, sino de colocarlo en el sitio idóneo para empezar a ver los resultados; en conclusión, quedar como una sílfide entrenando en casa sólo sucede si vives frente a la playa, en un depa lujoso y ya estás de muy buen ver.
Eso es lo único entendible en la venta por televisión de aparatos para ejercitarnos, en donde el equivocado es un hombre gordo a conciencia, pedaleando bicicleta fija inquisitoria, y la listilla es una chica 90-60-90 dándole a los abdominales en una máquina moderna y sencillita. Pasé por alto estos detalles y verán la odisea que viví.
El comercial mostraba su producto bien instalado frente a la ventana. Cuando vine a ver la mía, muy apenas cabíamos la cama y yo; pedalear ahí dentro implicaba cortarle un trozo a la base matrimonial, mandar levantarle las patas para guardar el armatoste bajo de ella y hacer más grande la ventana, porque estas construcciones de interés social deben están inspiradas en Pakimé y sus ruinas prehispánicas a prueba de todo intruso.
La cama quedó bastante rara; di por hecho que no podría resolverlo sin ampliar la habitación. Contraté un albañil y, terminada la obra, vine a ver qué hacia afuera, la ventana ofrecía dos geranios, un listón y tres hechos, regalo de mi madre, además de la lavadora, la ropa tendida y el perro tirando la basura. No, definitivamente, así no funcionaría el ejercicio.
Pensé en un tiempo compartido, pero las instrucciones decían: "20 minutos al día"; compré, entonces, un departamento en la playa y organicé la mudanza. El que pude pagar tenía vista a una callecita con negocios poco discretos, cuyos tejados bajos dejaban ver a lo lejos las torres de una iglesia y, tras de ella, se atisbaba un pedacito de mar, aunque, debo aceptarlo, el bar "La Playa" sí era muy visible desde mi nueva casa.
Ya en la costa, acomodé el ejercitador y empecé a darle duro al oficio. Pero faltaba una cosa: la tele enfrente, pues el anunciador mencionó, entre las ventajas, bajar de peso en tanto me informaba yo; lo único que no supe fue el canal que ella veía, pero le puse en las noticias para, con tanto coraje por los políticos, acelerar la marcha a cada rato. Otra cosita: el espejo gigante no podía faltar.
Logré subirlo al quinto piso donde habitaba y lo puse frente a mí. Apenas di cuatro tirones y una imagen fuera de lugar apareció ante mis ojos: era yo, poco parecida a la muchacha, lo cual no entiendo por qué compré el mismo color de ropa deportiva, los tenis, la liga en la coleta, me alacié el cabello y lo teñí de rubio. ¿Qué pasa?
Hasta ahora no lo descubrí. Volví a mi casa, mis helechos y mis geranios. No pude devolver el aparato, ahora convertido en extraño perchero; compré otra cama y otro perro -por la basura, no por el aparato-, y respecto de lo que perdí, gramos ninguno; dinero, muchísimo.
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