Gracias por mis primeros 25 años.
Esto fue un conjuro: estaba frente al televisor, a falta de más opciones, debíamos de escuchar las noticias con Jacobo Zabludovsky y a sus famosas reporteras cubriendo una batalla más entre norteamericanos y chiitas. Yo tenía ocho años y, con toda seriedad y laconismo, les dije a mis padres que, de grande, sería corresponsal de guerra.
Debí estar en la que inició el EZLN, pues azares de destino me hicieron traer una primicia desde Chiapas un par de semanas antes del estallido, sin embargo, un "muy concienzudo" periodista de Saltillo aseguró que ese viaje no tenía caso, pues el conflicto duraría un par de días; su sapiencia pesó más y apachurró mis percepciones e insistencias juveniles.
Pero el hechizo ya estaba sobre mí y nunca más quedé en el mismo lugar por mucho tiempo: a cada paso surgían informaciones urgentes en cualquier parte del país, y estrené mi valor trepando por cascadas recién hechas por el huracán Gilberto, subí el cerro deslavada sosteniéndome de los brazos de sotoles y huizache que tuvieron a bien mantenerse agarrados en la tierra y a mí dejarme con vida.
Así encontré la historia del socorrista muerto entre el agua y las manzanas que inundaron su ambulancia cuando iba a rescatar damnificados, de mujeres encarceladas injustamente por culpas de hombres, fui a meter mi pie para que no cerraran la puerta en el agua de Tlacote, monté a caballo hasta olvidárseme cómo andar por las arideces de Múzquiz pues alguien me dijo de una cueva poco vista y obtuve hospedaje en una traila abandonada y tomé café en un jarrito de barro recién hecho y fui hasta México para entrevistar a Jesusa Rodríguez y luego a ella no le dio la gana hablar. Dejé pasar una coralillo entre mis pies, vacié de agua mi coche inundado, dormí en la carretera hacia Chihuahua y me bañé en el Río Bravo; volé sobre el mar de California y medí -y me di- la blancura inconmensurable de sus minas de yeso.
El hada madrina a quien no invitaron a mi bautizo debió descomponerme un órgano: el que avisa que existe la sensatez y la mesura, el que acota la pasión y el deseo por ir más lejos y saber mejor para luego contarlo, sea con letras, palabras o sonrisas. El asunto, es que también me puso unos zapatos bailarines, un calzado con alas, como el de Hermes, y me lleva sin cansancio del cielo a la tierra.
Ya fui del desierto a la selva, del invierno a la canícula, del agua a la tierra, del asombro al pavor ¿qué me falta ahora? Sí, sí tengo la respuesta: me falta ir otra vez.
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