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Ordenando el Caos

ZURRADA DE GOLONDRINA

Dalia Reyes

Al mismo sitio a donde se van los archivos inservibles en las computadoras, deben ir los recuerdos. Entiendo que nada se pierde completamente: hay un recóndito sitio en resguardo, como cápsula del tiempo sepultada para aguardar mejores tiempos.

Rescaté ayer uno, quizá recuerdo o archivo quizá. Se puso en el escritorio presente, documento activo, y reconstruyó aquello con tintes de fantasía infantil y realidad; ahora tengo la certeza: el zaguán existió con todas sus maravillas.

Ese sitio, propio de las casas ni tan antiguas ni tan nuevas, era proverbial con la tía Toña. El exacerbado olor a limpio habita aún mi colección modélica sobre cómo deben de ser las cosas: la pulcritud era condición sine qua non para la exuberancia de helechos, listones y cunas de Moisés.

Las golondrinas avecindadas sobre la puerta de ese remanso fresco, exigían limpieza diaria y selección perfecta. Sus cantos estacionales no debían contaminarse con gorjeos de canarios, chicos ni gorriones, apresados en sus hermosas jaulas.

Las señoras con casas de zaguán coleccionaban una cantidad darwinista de aves, cuyo sexo podían distinguir apenas el primer pío pío. La semioscuridad de este espacio doméstico era paso a patios zoológicos en donde ellas eran capaces de identificar sus ciclos avícolas y aparearlos con éxito; revivían a los moribundos soplándoles conde destreza en sus picos y amanecían única y nada más para hablar con ellos.

Un zaguán decente tenía azulejos, rojos, verdes o amarillos, con manchas de jaspe café que achicaban los espacios y los volvían más íntimos, propios para la charla entre vecinas vueltas comadres y luego hermanas. Sentadas en sendas mecedoras, mecían sus historias, deseos y frustraciones entre olores a diésel lustrado y zurrada de golondrina.

Eran habitáculos rectangulares, pequeños pero cómodos, suficientes para la selección natural como las mujeres elegían quien entraba a su casa y quien se quedaba en el resquicio. Mi tía nos recibía ahí, bajo la amenaza bombardera de los pájaros; señalaba el resto de su casa como si existiera, pero siempre quedó en el plano fantástico.

Luego fueron cocheras, recibimientos, salones dedicados al aparato telefónico, nada. La multifuncionalidad del zaguán no volvió a tenerla ningún otro espacio, de ahí que uno deja entrar, sin precaución, a quien debería quedarse entre el hule y las gladiolas.

(dreyesvaldes@hotmail.com)

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