Vaya, cuánto trabajo cuesta encontrarle la orilla a los hilos con que tejemos las historias humanas. Es casi tan complicado como lograr esa hazaña del pasado: jalarle el cordón a los costales de harina, porque antes venían en envoltorios muy monos, telas floridas, cuya funcionalidad luego trocaban en coquetos vestidos para niñas en las hacendosas manos maternas. Claro, eso fue mucho antes de ayer.
Seguro, cuando bebés, entramos en un berenjenal cuando se nos impone decidir si tenemos hambre, miedo, sed o nada. Las características de las sensaciones no son cosa sencilla si somos novatos en la vida; eso lo demuestran a cada rato los jóvenes, adultos en ciernes, cuando andan por ahí tratando de reconocer la felicidad, para tomársela de lleno.
La adolescencia es un escollo en este asunto. La mayoría, atraviesa esa etapa en espera de que la felicidad se manifieste permanentemente, pero un problema pende encima: ¿cuáles son sus generales? Llamémosle el síndrome Elizabeth Taylor: toda la vida esperó al hombre de su vida y quizá le haya pasado frente a su bella nariz un montón de veces.
Descubrí, apenas, cuánto los muchachos se quedan con la inercia del grito, la carcajada, la manifestación emocional descontrolada, atípica, como signos claros de una felicidad poseída. Muchos años pasan antes de encontrarnos frente a frente con ella cuando priva la serenidad y la introspección, cuando aparece, fehaciente, para celebrar con nosotros el triunfo por superar la incertidumbre o la nostalgia; está en donde paladeamos en silencio un trago del mejor vino añejado en nuestra propia experiencia y edad.
Tampoco esta emoción tiene teléfono, dirección ni código postal. No hay un plano con una "X" al final en donde brille como tesoro bajo el arcoiris. Más bien creo que la carcajada fácil es demasiado ruidosa y la espanta; el grito la distraer; el baile desenfrenado la marea, y el exceso de compañía la confunde.
Una querida niña inspiró este artículo con su noción reciente de felicidad. A ella le digo que sus pasos la encaminan hacia el sitio correcto: encontrarse a sí misma, con sus dudas, expectativas, certezas y cuestionamientos. Eso, y no otra cosa, encierra el premio tan esperado que la vida tiene bien envuelto para cada uno de nosotros: la felicidad profunda e inmarcesible.
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