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Ordenando el Caos

CUANDO ES MEJOR LO PEOR

Dalia Reyes

Una típica sucesión de días hábiles fue providencial en mi vida. La rutina doméstica extendida durante tres años escolares parecía venir sobre mi persona; mi mente elucubró sobre posibilidades extraordinarias para salir de ese hoyo negro que amenazaba tragarme. Entonces vino la magia: mega puente escolar en mayo por celebraciones previstas, conocidas e impensables.

Conozco todo sobre madrugar, respirar el aire fresco, aprovechar el temprano y lagañoso sol, pero cuando ese disfrute se alarga por 23 años de estudiante en el turno matutino y me mantiene como chofer y madre de un segundo cuyo voraz horario inicia a las 7:30, los beneficios trastocan sus consecuencias en dolencias distribuidas por mi anatomía vapuleada.

El primer día mi reloj biológico osó despertarme a las 6:00, como todos los días. Nada reclamé: busqué el periódico, encendí la cafetera y me dispuse a vivir la vida. Cuando dieron las 9 de la mañana yo debía iniciar mi trabajo en casa, sin embargo eso fue imposible: mi hijo brincaba por toda la casa pues no sabía cómo demostrar su inconmensurable felicidad por no ir a clase. Logré sentarlo a la mesa media hora después; terminó el desayuno y decidí escribir mi primera línea.

Un grito estridente me hizo saltar del sillón: el pájaro loco hacía de las suyas en el televisor. Le pedí baja el volumen; lo hizo. Cinco minutos después, un gran alboroto en el patio me hizo correr dejando una chancla, cual Cenicienta, en el camino: tres vecinitos fueron invitados a disfrutar las mieles del descanso. "Es que no podía oír bien la tele y vine a jugar con mis amigos", argumentó el autor intelectual de los acontecimientos.

Accedí a la visita con la condición de hacer estentóreas actividades. Obedientes, todos fueron a jugar en una habitación. Por fin escribí la primera palabra. "Señora ¿me presta su baño?", escuché una vocecita salida de no sé dónde: un niño con pies de gato tenía su cabeza sobre mi hombre.

Resuelta la urgencia, volví en mí y el chiquillo a la recámara. No pasaron siquiera 15 segundos cuando otro me pedía agua; un tercero solicitó buscara en mi costurero hilo morado con rosa para hacer una máscara. Tras ello vino una cascada de peticiones, ideas, propuestas, para cerrar con broche de oro: "Mamá ¿se pueden quedar a comer mis amigos?".

Pulpos de salchicha y ensalada con ojos enormes a base de huevo cocido rebanado fue el menú, esperaba que todos entendieran la indirecta de mi peligrosidad a esas alturas del día. Ellos estuvieron encantados por una hora más, cuando tuvieron a bien retirarse.

Suspiré con alivio y escribí la segunda palabra. "Mamá, estoy aburrido ¿me llevas al cine?". Mis manos enloquecieron y empezaron a teclear sin ton ni son hasta completar los 466 caracteres de esta historia con final feliz: me percato ahora por qué los niños deben de ir a clases, así sea por 23 años consecutivos. ¡Qué viva la escuela! (Ahora son 498).

dreyesvaldes@hotmail.com

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