El otro día leí en una revista americana las experiencias de algunas mujeres de 42 años que aseguraban estar más felices con ellas mismas ahora que a los 24. Sus fotografías así lo delataban.
Las imágenes mostraban la contundencia de su convicción: de muchachas escuálidas, lánguidas rubias con fleco ochentero a maduras delgadas, ejecutivas o dedicadas a su hogar luego de una temprana y puntual pensión.
Para las mujeres mexicanas el asunto es bastante discutible si consideramos la poca cultura de la restauración y reparación general; del poco tiempo que queda luego de entregarnos estoicamente a la tradicional y estigmática tarea de atender a los niños y al marido, y de los muchos lustros que debemos trabajar para alguien antes de recibir un fondo de retiro disminuido y un kilo de tortillas por los cielos.
En resumidas cuentas, las mexicanas deberíamos conformarnos con la optimista idea de que es mejor tener 42 que 84 -si llegamos-.
Dicen los nutriólogos que el grave problema de la desnutrición en ancianos no tiene qué ver con cuestiones de mala comida en la mesa, sino que son cuestiones dentales que no pueden resolverse a tiempo. Así que, pasados los 70, tendríamos que ocuparnos de que todo esté en su lugar -por lo menos hablando de dientes- para no desencadenar la anémica crisis familiar de: ¡mi abuelita no quiere comer!
En cambio a los 40, si fuimos cuidadosas, podemos todavía carcajearnos; a los 50, reírnos con libertad; a los 60, sonreír, y después de los 70 curvar los labios cual Mona Lisa.
Si hablamos de mantener en su lugar el resto de nuestra anatomía, las cosas se agravan.
Con cuatro décadas encima, es muy posible conservar las curvas naturales del cuerpo: la espalda se mantiene aún erecta, el derrier se dibuja todavía bajo el vestido y las piernas lucen bien aun sin pantimedias. ¿El busto? Guardado como debe ser, se mantendrá a la altura.
Pasados los años, y considerando que la mujer media mexicana no podrá pagarse cirugía alguna de ninguna parte, la columna cede, el derrier cae ante la insistencia de la gravedad, las piernas prefieren el recato y el busto vuelve al seno familiar… y se reconcilia con el ombligo.
En fin, nada tenemos que envidiar a las norteamericanas que se prefieren cuarentonas que veinteañeras: nosotras llegamos enhiestas a los 40. En los años posteriores, podemos decir que las curvas benditas de los hijos, el largo camino de la vida, la sentada espera de los adolescentes y el inenarrable placer de amamantar, nos han dejado esa bella herencia.
Vaya consuelo.
(dreyesvaldes@hotmail.com)