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ORDENANDO EL CAOS

BIEN PLANCHADA

Dalia Reyes

El simple acto de planchar conlleva sus misterios. El tiempo-espacio se desdobla sobre sí mismo y nos permite la introspección imposible durante la rutina diaria; así, hemos de resolver la paz del mundo, acabar con el hambre y tomar determinaciones aún más difíciles: el lunes empiezo la dieta.

Nadie -que no haya planchado- puede imaginarse los mundos ocultos tras la plancha. Pero no refiero a ese acto apresurado, al mañanero -no, señor, sigo hablando de la plancha- cuando entre un café y la rasurada medio se aplana la ropa del día, nada más por no dejar.

Planchar, lo que se dice planchar, implica un acto previo de concentración. Autoconvencimiento, pudiéramos llamarlo, sobre cuánto nos necesita el mundo para dar vida a ese acto aparentemente sumiso y, sin embargo, trascendente.

¿Lo duda usted? Pues nada más recuerde cuántas señoras han pasado a la historia, de generación en generación, porque "traían al viejo bien planchadito y muy prendido". Claro está, ellas le planchaban la ropa y ellos se prendían, pero ya juzgará Dios los actos de cada quien.

A mí me da por repasar la existencia propia hasta cavilar sobre las muchas cosas adquiridas en la vida, las innumerables habilidades desarrolladas con el ejercicio mismo de vivir y, siempre termino con esto, la urgencia por aprender a planchar bien porque de plano, con las camisas no puedo.

Doña Luz, la planchadora en mi casa infantil, debió recrear escenas revolucionarias, cuando ella fue una jovencita dejada al garete por el destino y traída a mi casa por la suerte, pues ella nos mostró lo mejor de la vida: las revistas de Memín, Kalimán y Rarotonga.

A Luz la recuerdo con la mirada puesta en el pantalón planchado y la imaginación escondida tras sus anteojos, observando todo y nada, asegurándose de tener todo cuanto necesitaba para vivir: quien escuchara sus historias, café en la mañana y el box los sábados.

Cuando ella murió, mamá hubo de hacer la tarea. Algunas veces intenté aprovechar el momento para jugar con ella a "las señoras" -a eso jugaban las niñas de antes cuando la madre estaba presente-, sin embargo, el papel que me tocaba debió ser el de la comadre boba, porque en algún momento de la actuación, acababa pegando mi mano en la plancha caliente y así no tenía sentido el juego, porque las comadres no se andan quemando nada.

No lo hago bien, debo reconocerlo, pero disfruto el acto cálido de volverme en mí mientras disminuye esa montaña retadora frente a mis ojos.

dreyesvaldes@hotmail.com

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