Montado sobre una bestia noble, se aferra a la dura crin. Se sabe vaquero hábil; sin embargo, toma las debidas precauciones y, a más de aferrarse con los muslos a su montura, gira los ojos dirigiéndolos a un sitio que le aporta seguridad y esperanza.
Hace apenas dos segundos tomó la decisión: haría el viaje, y lo haría solitario porque el caballo no merecía el castigo de dos personas a la vez; es más, ni siquiera está seguro de que los reglamentos de un buen jinete lo permitan. Ya está hecho, encima del animal no se atrevería a ponerle voz a su arrepentimiento, se lo guarda tragando saliva y hace de tripas corazón.
No es la primera vez -él mismo se lo repite para tranquilizarse-; sin embargo, no puede evitar que un sudor repentino le bañe las manos y el bigote apenas en ciernes. Por lo pronto, es alguien más quien pagará el precio por este viaje arriesgado.
El caballo empieza a dar movimientos leves. Tres segundos más tarde presume su brío de joven potrillo y da un estirón a su jinete, quien arquea el cuello y la espalda. Pero sus fuerzas lo mantienen sobre el lomo: no va a caer, esa fue la premisa.
Los movimientos se volvieron tan fuertes y el paso tan veloz, que a él le parece como si no se moviera de su lugar; hasta puede escuchar una música de esas que ponen al fondo en las películas de vaqueros. Su ropa improvisada se convierte en los jeans y la camisa a cuadros requerida para este tipo de trances.
La mirada se pierde en un entorno confuso: toda clase de apariciones desfilan ante sus ojos. Como sea, entre las formas difusas, se asegura de que la imagen a quien se acoge permanezca cerca de él y eso lo mantiene con valor.
Van 30 segundos y el pálpito en el cuerpo se acostumbra a la cabalgata. Parece imposible, pero hasta una brisa invisible le despeina el fleco antes puesto en su lugar. Las manos ya no se aferran, sólo conducen con destreza y sienten cómo lograron dominar a la bestia.
Las piernas siguen firmes sobre los flancos y el talón en los ijares. La mirada del jinete cambió: ahora domina el panorama y reta a cualquiera de los espectadores para jugar una carrera.
El tiempo se agota. Con los pies apresura al animal, no tanto para llegar a un sitio como para eternizar ese momento glorioso. Ella está ahí esperándolo, paciente, orgullosa; no le quita la vista y sus pupilas bailotean al ritmo de la cabalgata.
Un minuto. Ya no hay más tiempo. Todo vuelve a su lugar. El jinete baja de la montura, corre a los brazos de ella: vuelve a ser un niño de la mano de su madre en medio del centro comercial.
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