Debo patentizar mi más sincera admiración para nuestras abuelas ancestrales prehistóricas: ¿cómo diablos hacían para elegir el agua que tomarían? En lo personal, con todo y la etiqueta, siempre acabo confundida… y sedienta.
Aún no sé si en el cuaternario las señoras solían tener alto el sodio y padecieran por ello. He pensado, incluso, en esta posibilidad: la razón por la cual seguimos sin encontrar el eslabón perdido es culpa de los dolores de cabeza femeninos causados por ingerir agua contaminada con estiércol de mamut. ¿Qué tal? Quizá hayamos descubierto, en este momento, cierta bifidez en la espina dorsal por la misma causa y, de ahí, que no anduvimos erectos, erectos hasta después de Pasteur.
Hago un esfuerzo e imagino a la dama de marras, envuelta en piel de tigre cuando el "animal print" era un hitazo -en tanto no lo descubriera un felino, primo hermano del difunto- y buscando, con acuciosidad, el mejor río para saciar su sed. (No, señor, cuál metáfora, esto no se trata de amor, sino de sed).
Ese tan cercano a casa, donde friega cada tercera sol los calzones del viejo, si está bueno pero no sirve para tomar: ella ha notado cómo en el fondo se acumulan esqueletos de peces mil y una comadre, habitante de cueva cercana, le detalló cómo, a una conocida de la última migración, por beber agua salada se le hincharon las piernas tanto que hubieron de dejarla a medio camino, no por imposibilidad para andar, sino porque apareció una tribu con mujeres de mejor ver, y con las piernas delgadas. También descarta el que baña las faldas de la montaña por ser un brazo marino.
Debe de andar unos kilómetros hasta encontrar cierta laguna en donde, le dijeron unas amigas, crecen algas extrañas de agua dulce, cuyo efecto no sólo apaga la sed de agua, sino que despierta otras ansias urgentes, así que ella ha llevado su bolsa confeccionada en cuero de jabalí para llevar a casa tan preciado líquido y darlo a beber a su marido, si es que vuelve de la cacería de mastodontes. (Aún desconoce la veracidad de lo dicho por sus amigas, pues a ambas se las tragó un diente de sable dos días después).
No lo sé, pero pudo, incluso, escucharla decir que esa agua sí le gusta, no como la de aquí a la vuelta, ni la de riñón, porque tienen, éstas, cierto saborcito desagradable. Bueno, eso dicen ahora las señoras cuando se obstinan en comprar cierta marca embotellada porque, resulta, hoy en día el agua sabe y hasta huele.
Pues mírenlo bien: la hazaña de la primitiva es idéntica a la nuestra. Hay que recorrer diez pasillos buscando la maravillosa etiqueta que ofrezca "agua simple", nada más, sin agregados ni eliminados; sin excesos ni límites, y, claro está, que realmente contenga agua, pues sé de cierto que ya alguien piensa ofertar agua deshidratada.
Vaya, ojalá fuéramos camellos para aprender a valorar lo que tenemos a la mano, o mejor dicho, a la sed.
(dreyesvaldes@hotmail.com)