No puedo recordar el gesto de mi mamá cuando amenazaban las vacaciones; es más, no tengo presente ninguno en la cara de alguna madre en esos tiempos lejanos. Quizá -puede ser- ni siquiera se percataban, pues, ocupadas con decenas de chiquillos, la vida parecía igual toditito el año.
En lo personal, fui rara desde pequeña. Las vacaciones no resultaban una noticia extraordinaria, aunque tampoco abominable; las cosas cambiaban poco en mi vida, porque, durante el verano, seguía siendo la niña desgarbada de siempre, tan despeinada como entre semana y "marota" hasta decir ya no, de acuerdo con la versión de don Felipe.
Mamá continuaba con su vida más o menos cotidiana. Nosotros nos las arreglábamos solos en el patio construyendo cementerios de moscas y hormigas, a las cuales el Señor las llamaba a su reino luego de sucumbir a ciertas corretizas e intentos fallidos de RCP -respiración boca a boca nunca la practicamos con los desgraciados insectos-.
Ella, según recuerdo, lavaba los martes y viernes, planchaba el sábado y hacía pasteles toda la semana, de modo y manera que el calendario escolar no transformaba mucho su vida, como lo hace ahora con las mamás modernas.
Puedo adivinar un incremento de consultas al sicólogo en estos días, y la sensación materna de haber descansado menos durante las vacaciones que cuando las vueltas ordinarias de todo el año. Y es que el sólo anuncio de niños en casa es un espanto, un estrés, migraña segura y gastadero imparable de dinero inexistente.
La sola idea da escozor y alimenta el ingenio: a una madre amenazada le surge una inventiva bárbara para buscar y encontrar los cursos más extraños en el mundo: beisbol, cuya inscripción incluye armadura; waterpolo sin agua -para evitar riesgos-, no requiere traje de baño; chef en pequeño, incluye filipina y dos sopas Maruchan; esgrima sin armas; escalada sin montaña; escultura en barro sin manchas -garantizado o le bañan al niño-; matemáticas que no lo parecen. En fin, la lista es infinita y mi curiosidad también por saber hasta dónde puede llegar la inteligencia humana con tal de mantener ocupados a los hijos durante el verano.
A mí me bastaba con que me depositaran en el rancho. Me levantaba temprano al son de los Rancheritos del Topochico, correteaba a la Gamuza -el perro preferido-, contaba los pollos, tomaba traguitos de leche cruda, pizcaba manzanas, picaba nopales, y más de una vez fui víctima de un burro testarudo que me llevó por algunos metros, y no precisamente montada yo en su lomo.
La vida era sencilla y más barata para todos. Cierto, ni los sicólogos ni la academia tenían su jauja de verano como ahora; todo tiene su costo-beneficio. Pero yo, en verano, extraño aún las vacas y los burros de mis vacaciones.
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