Mis problemas de columna debieron empezar aquella tarde en la escuela primaria, cuando me monté en las botas de Marilú para bailar el Tamatán que tan aplicadamente nos enseñó la profesora Catita.
Bueno, una madre hace cualquier cosa con tal de ver a sus retoños brincoteando en la fiesta de fin de cursos; esto ha sido y será ayer, hoy, siempre, claro, con sus diferencias bien guardadas. Si en el pasado nuestras profesoras aprendían desde la Normal todos los jarabes, polcas y pasodobles, en la actualidad deben haber cambiado la currícula por Zumba, Tubo I y Tubo II, pues a los niños -y más a las niñas- se les cuecen las habas porque llegue la fiesta para despojarse, con permiso, de una gran cantidad de prendas y bailar, en medio del patio, ese ritmo prohibido el resto del año.
Algo tendrá este festejo para cerrar el ciclo que provoca tal euforia en la comunidad escolar; bien valdría la pena investigar su esencia para repetirlo entre los semestres, muy bien nos haría que mamás y papás se empeñaran tanto en buscar la fórmula para que los hijos aprendan a usar las tablas como lo hacen para encontrar el leotardo color naranja que usarán en el bailable.
No piensen mal, amigos míos, los niños siempre se ven muy bien ejercitando sus humanidades con orden y coordinación, es sólo que no comprendo el afán por perder la galanura guardada durante un año y desbordar el lado silvestre organizando ritmos como "De reversa mami", "Este ritmo se goza así, así, así…", con contoneos que en mucho pueden determinar la orientación vocacional de sus participantes.
Alguna vez acudí a Atotonilco, Guanajuato, en día de carnaval. Resulta que la gente aprovecha el festejo para disfrazarse y ocultar perfectamente su identidad, con ello podrán dar rienda suelta a sus bajos instintos y nadie sabrá quién con quién. (No, señor, yo era turista espectadora, nada más, pero igual me compre un flagelo al día siguiente).
Pues algo así me resultan las fiestas escolares en fin de año: las chiquillas pueden acortar sus faldas, alargar las pestañas, pintar la cara, estirar las uñas y crecer su estatura con tacones hasta del 10; así, tienen su día especial. Miren cómo cambian las cosas, cuando las mujeres crecemos, una jornada esperada consiste más bien en lo contrario: olvidar las faldas, perder las pestañas, despintar la cara, morder las uñas y andar descalzas.
Son muy lindos los festejos en la escuela. Además de las botas prestadas, en alguna ocasión yo vestí de bruja con un atuendo de la vecina en luto, luego me hicieron bailar sin zapatos, brincando dos maderos, en la explanada principal. Ay, las profesoras, cuántos inmarcesibles recuerdos nos dejaron y les dejarán.
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