En México -para mis lectores en el extranjero- abrimos las bodas con Celine Dion, las continuamos con la Sonora Tropicana y cierra Ángeles Azules y los Montañeses del Álamo.
Decían las señoras de antes: velo y mortaja del cielo bajan. Es profundamente cierto, porque el cielo -ya hemos visto- no distingue clases ni colores, porque lo mismo nos graniza a pobres que a ricos. Así, las bodas y los funerales no tienen matices diferentes para unos o para otros.
Con la accesibilidad a los medios electrónicos para bajar música por medio de compras con tarjetas ITunes… o en el marcado de música pirata, todo mundo conoce las últimas versiones de la música pop internacional. Así, hoy por hoy es común asistir a un enlace matrimonial en donde las parejas bailen éxitos internacionales de grandes voces: Dion, Houston, Carreras, más allá de la estirpe, la facha y la fecha.
Antes, un evento de este tipo tenía temas como Sobre las Olas, Dios Nunca Muere o Los Bosques de Viena; las quinceañeras quedaron estancadas entre Las Mariposas y una aberrante melodía de Chayane -la melodía, pero él puede cantar y descantar lo que le plazca porque nadie lo escuchamos cuando lo vemos-.
La música bailable posterior no hacía demasiado contraste con la abertura: cumbia, mambo, chachachá. Ése es el punto; hoy abrimos la fiesta con artistas del mundo conocido e, inmediatamente después, viene cumbia, mambo y chachachá.
Me encanta toparme de lleno con esa realidad. Si en la fiesta airean volantes zurcidos por Christian Dior, corbatas por Dolce y Gabanna -desde la prisión- y blusones de Mitzi, en algún momento todos bailarán la rayita, idéntico a como hicieron en la boda de mi prima Cristi, donde todas las costura las hizo en último momento doña Chayo, la costurera de mi barrio.
Como pueden darse cuenta, la música une almas y cuerpos en una realidad festiva: a la hora de sacudir el polvo, el tiempo-espacio desaparece y todos nos volvemos la misma especie. Qué padre.
(dreyesvaldes@hotmail.com)
