En mis mocedades como reportera, me pareció que había hecho mi primer descubrimiento Pulitzer cuando un anciano, habitante de la Hibernia, me dijo que no hace muchos años, por donde andaba el camino, pasaba un arroyo que los surtía de agua. Día y noche, de primavera a invierno.
Tiempo después me dijeron lo mismo en ejidos, rancherías y colonias. La historia se repitió hasta que me enteré que no se fue el agua demasiado temprano, es que yo había llegado tarde a esa historia cristalina.
Me puse a meditarlo un buen tiempo. Cuando parecía haberlo olvidado, empecé a ejercer mi carrera de docente y me dijeron que, antes, los profesores eran verdaderamente una autoridad dentro de sus aulas -no hablo de los torturadores, ésa no era autoridad sino inseguridad-, los alumnos y sus colegas, en lo vertical y horizontal, los respetaban y sus decisiones justificadas eran inamovibles. También, llegué tarde a esa parte.
Trabajamos con una generación de muchachos que se diluyen en sus bancas mirándonos con la orden de ¡motívame si puedes! Porque van más a que les digas y menos a decir.
Ahora que soy madre, recuerdo que los hijos éramos fieles seguidores de los reglamentos caseros, valederos mediante un lenguaje infalible de señas y las jerarquías estaban claramente definidas no tanto en cuanto a la opresión, sino en la distribución de responsabilidades. Llegué tarde también a esa generación en donde todas las instituciones sociales -escuelas, iglesia, familia, instancias políticas- cumplían funciones interdisciplinarias en un sistema mancomunado que se engranaba para generar individuos conscientes del porqué y para qué estaban en este mundo.
También llegamos tarde para ver interminables bosques, muchos animales endémicos que cuya existencia hoy parece mitológica; se nos pasó el placer de caminar por las calles nocturnas sin dudar del que viene.
La historia del hombre se repite. Concluyo que si preguntamos a los abuelos, nos dirán que también ellos llegaron tarde.
(dreyesvaldes@hotmail.com)
