Harina y café se compraban por bulto; la primera daba vestido y sustento; el segundo, esperanza.
Si escuchan a Toña, ella da fe sobre la resistencia y buen gusto impresos en las flores variadas que vestían un bulto de harina. De ahí obtenía un vestido nuevo cada mes, su única propiedad por 30 días, además de las gordas calientes y el muy eventual pan de acero.
El café, ése era otro ritual. En carretas o apilados sobre el añoso autobús, volvían los hombres al atardecer llevando a cuestas dos promesas: una de córdoba y otra de caracolillo.
Los granos se mantenían en su sitio durante el tortuoso camino; perfumaban su envase de ixtle bien trenzado y el aire, entonces bordeado de maíces y trigos rozagantes. A menudo, los vehículos detenían, forzados, su camino, fuera por las piedras, el lodo o su propia condición de menesterosos. Los hombres, entonces, bajaban y hacían salir del bache al autobús, a la gente y al café.
Así llegaba sano y salvo hasta la casa del puerto. Los hombres hacían el trabajo fuerte de llevarlo hasta la cocina; las mujeres, el definitivo. Transformaban con su fuerza manual esos granos en polvo prometedor girando sin cesar la mano del molino, donde también, como por arte de magia, se prometían las tortillas, el queso y el pinole.
La mañana sin café era de pobres. La gente del rancho encontraba siempre la manera para llenar su jarro y el de alguien más; el aprecio por el recién llegado se manifestaba entre los humos claros de una bebida caliente, oscura y verdadera.
La mezcla correcta consistía en mezclar, con precisión, mitad y mitad. Las señoras tenían vasijas especiales en donde atesoraban las medidas precisas sin necesidad de balanza para lograr un ensamble perfecto entre ambas variedades y con ello, reanimar la vida en las madrugadas, cuando bestias y personas daban señales de estar dispuestos a la brega diaria.
Llegar uno al jacal y dar el primer trago al café, era señal de bienvenida, de aceptación y confianza. Agua no había tanta; leche, a veces, pero tener un jarro lleno mostraba la hombría y la fortaleza en una familia campesina.
Hoy en día, hay otros nombres, muchas variedades y mil opciones; pero, de cuando en cuando, mezclo córdoba y caracolillo de un bulto pequeño. Salgo a la puerta y puedo percibir los olores pasados en mi gente presente gracias a la llave maestra llamada café.
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