El hábito no hace al monje, y si el monje tiene malos hábitos, más le valdría andar en cueros.
El asunto con los hábitos, o las vestimentas con sus apariencias, es la convención social. No fui yo, os lo juro, quien determinó en dónde era bien vista la minifalda; pero si la regla existe y la aceptamos comunitariamente, habrá que darle uso; quien esté en desacuerdo, no debería hacer plantón, sino buscar una sociedad diferente. (Conste que no va para Crystal, la diputada, pero si le cae la minifalda…).
Cuando era niña, escuché a mis padres calificar de "marihuano" a todo aquel joven alocado y hippie que andaba por la calle; ya superamos ese estigma, el de no calificar por la apariencia, ahora habrá que tener una apariencia que nos califique bien.
Algunos estados de la República han regulado el uso de palabras altisonantes en la vía pública, lo que no acaba con los lenguaraces, pero los amansa. Así podríamos proceder con ciertas vestimentas y tatuajes a la vista en sitios equivocados.
El tatuaje es un asunto tan importante como las líneas verticales cuando las peleas entre apaches y comanches -si es que las hubo-. Asumo que estaba regulado su uso, el color, la ubicación, la hora y el sitio en donde se la colocaban, es más, no cualquiera podía portarlas, para ello era indispensable un entrenamiento que los convirtiera de niños en guerreros.
¿Podríamos hacer algo similar con quienes portan tatuajes que van desde colmillos mal delineados hasta verdaderas obras de arte? Sólo podrá llevarlos quien en verdad sepa el sitio correcto para lucirlos. Las personas ahora somos multifuncionales: en la mañana, padres de familia, al rato profesores, luego esposos, más tarde miembros de algún club; no en todos ellos vamos vestidos o hablamos de igual manera.
A reserva de que mis delirios me hagan ver elefantes blancos, a mí me ha parecido ver monjes en la disco y hippies en la escuela; incluso, me han dicho de maestros con piel de mural en los momentos más formales de sus estudiantes. No lo sé de cierto, pero la idea de que eso suceda en realidad, me convierte en inquisidora.
Soy una impulsora de los nuevos lenguajes; trabajo con mis estudiantes adolescentes valorando el pragmatismo de sus usos cibernéticos, sin embargo, sé mi obligación de mostrarles cómo hay otros mundos a donde sólo accederán si usan las palabras correctas. Igual sucede con la apariencia: mostremos a los jóvenes que existen en ellos otras oportunidades, si saben llegar a ellas.
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