Fue inevitable, su dulce aroma llegaba hasta mi nariz y escurría como mieles del paraíso hasta los labios. Apenas abrí la boca, por la comisura ingresó una mezcla explosiva de sabores, entre miel y avena, muy parecidos, imaginé, al maná divino de Moisés.
Desee fervientemente se repitiera el acontecimiento, y como si mis deseos fueran órdenes para invisibles seres, enseguida pude disfrutar la frescura de frutas y verduras que, seguramente, probaron Adán y Eva. Mis ojos cayeron en éxtasis: penetraba a través de mis párpados una frescura que impactó cada una de las neuronas dispuestas -y disponibles-, y círculos con semillas pequeñas se dibujaron en los fosfenos de la imaginación.
No lo van a creer, sin embargo, debo contarles cómo, inmediatamente después, pude percibir un universo de aromas y sabores, sensaciones cremosas, como mantequilla deslizándose por el cuerpo que me permitió llevar hasta mi lengua el gusto del aguacate firme.
Me sentía satisfecha, más no se pide al cielo cuando nos sabemos penitentes. Pero alguna deuda tenía conmigo quien me suministraba semejantes insumos, y pasó a surtirme de un elíxir en cristales, azucarado, con un regusto final a aceite de oliva.
Abrí los ojos entonces, esperaba ver el Olimpo frente a mí, los campos Elíseos o el Senegal que describe Mecano en su Blues del Esclavo. Nada de eso, lo que apareció fue algo inesperado, inimaginable, indescriptible: estaba en el salón de belleza. Conclusión: me había comido las mascarillas.
Traté de convencer a la chica sobre las muchas ventajas de ingerir los pepinos, la miel, la avena, el azúcar y el aguacate que debí untarme en cara y cuerpo, pero me dejó claro que ella había estudiado belleza y no nutrición. Salí del lugar medianamente apenada, pues tenía una efervescencia en el estómago como nunca antes.
Así, la moraleja es: si lo puedes comer, no te lo untes.
(dreyesvaldes@hotmail.com)