Cuando yo era niña, tras la glaciación, los deshielos fueron dirigidos por una sobrenatural y demócrata deidad, sabedora de que casi todos los chiquillos y las chiquillas terrícolas no acabalaban con el domingo para entrar a una alberca, esto por dos razones principales: a la primera mitad, el dinero le alcanzaba para un coquito de aceite y dos chicles Totito; a la otra, no le daban nada; a este gremio pertenecía su servidora.
Abundaban en los alrededores de la ciudad pequeñas lagunas, estanques, arroyuelos, acequias cuyas aguas, no siempre tan límpidas como uno quisiera, abrían sus brazos húmedos a la prole que era mi familia, con la advertencia de que no había ahí ningún salvavidas, así que cada quien bajo su riesgo. (No, señor, los mastodontes abrevaban en otro lugar).
Yo no sabía nadar muy bien -y aún no lo hago-; mejor dicho, nada nadaba. Mis padres me colocaban una llanta, además de la mía propia, para mantenerme a flote con bastante seguridad y ellos, mientras tanto, robarse un minuto de solaz y esparcimiento luego de poner a buen resguardo a los otros seis chamacos. En realidad, el equipo no era tan seguro como parecía: la primera vez me escurrí por el agujero, con una agilidad que mucho envidiaría la Comaneci; la segunda, el dichoso artilugio pasó, no sé cómo ni cuándo, a mis pies y se obstinaba en mantener mi cabeza en las profundidades.
Seguro mi destino es más decoroso que perecer ahogada en un charco natural, porque pude librar esos ataques de mis demonios. Aquéllos con los cuales no pude lidiar con decoro, fueron los referentes al pre y post paseo dominical.
Llegábamos con los trajes de baño puestos: un calzón lo más ajustado posible y cierta camiseta en vías de extinción. Los tenis servían de sandalias y, de un momento a otro, nosotros estábamos dentro del agua y la ropa casi tan húmeda como nosotros. Al salir del sitio, nos sacudíamos como canes el agua en el cabello y empezaba una temblorina indeseable, pues ya sin la promesa de la diversión posterior, las incomodidades siempre son demasiadas.
Mi papá tenía una camioneta Plymouth 58, en donde cabíamos todos casi completos. Escurriendo y escurridos, nos colocábamos en nuestros sitios goteando incansablemente durante el trayecto. Los cabellos quedaban hirsutos, la piel acartonada, los pies heridos de tanto guijarro y la memoria descompuesta.
Supongo lo último porque, a pesar de ello, el siguiente domingo nos calzábamos el calzón y allá íbamos otra vez.
(dreyesvaldes@hotmail.com)