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Ordenando el caos

SE TE SECA LA MANO

Dalia Reyes

¿Cuándo dejaron de preocuparnos los niños hambrientos del mundo? ¿En qué momento suspendió el péndulo de una espada sobre nuestra testa si acaso osábamos maldecir los sagrados alimentos que Dios, sin merecérnoslo, tenía a bien poner en nuestras mesas?

Debo confesarlo: mejor voy comprendiendo las leyes imperantes en el universo que la economía nacional; sin embargo, la asumo involucrada en este asunto del abundante cuerno de donde los niños modernos sacan comida al por mayor, hasta de sobra, tanto como para tomar o hacerle el fuchi.

Antes, la mayoría de los niños éramos lo suficientemente menesterosos como para atesorar una rebanada de jamón -alimento, por cierto, conocido por una servidora después de 10 años-, un refresco de cola en su respectivo envase vítreo y, en lo personal, un Mamut de chocolate, cuya compra implicaba para mí andar andando, cuatro veces, las 25 cuadras entre mi casa y la escuela, esto con el fin de ahorrar el dinero para el autobús. Los duvalines, para cerrar, eran aprovechados hasta sus embarramientos en la tapita de aluminio.

Aún hay niños hambrientos. No sólo aquéllos en mi mente infantil sentados en el polvoso suelo de algún país lejano, sino a unas cuadras de todos nosotros; sin embargo, un montón de chiquillos pueden tener en su refrigerador no uno, sino la caja completa de mamutes, sus padres adquieren coca-colas por paquete y el jamón en kilos para congelar.

El refrigerador en la casa materna, hace unas décadas, parecía atestado solamente con la olla de los frijoles y el sartén con la leche bronca; párele de contar. Las carnes, frías y calientes, se adquirían cuando era menester, y había con qué en la carnicería de Herrera, y a ninguno de los siete hermanos se nos hubiera ocurrido decir que no nos gustaba la carne con calabacita o las papas con chile, pues no había más en el menú -aunque, debo aceptar, era lo suficientemente sabrosos para dejarnos satisfechos-.

Bueno, a eso voy, señora mía. Quisiera saber cómo pasamos de la satisfacción a la exigencia, pues hoy cualquier hijo de mis vecinos hace lo que el hijo de los suyos: rechaza los platillos más nutritivos, variados y recomendables, ingiriéndolos como si estuviese condenado a una pocilga. Al menos, ésa es la expresión en un montón de chiquillos cuyas madres están a punto de quedar calvas tratando de encontrar la piedra filosofal que transforme sus guisos en aquello pretendido por los hijos, porque, en honor a la verdad, una ya no sabe ni qué pensar.

Tengo una colección con 365 recetas diferentes para agasajar a la familia sin fastidios ni hartazgos; tengo, además, un hijo de nueve años. La teoría indicará que pude cubrir mis necesidades como ama de casa en nueve vueltas completitas, pero lamento decirles cuán equivocados están: muy apenas llegué a la receta 5 y di como bonito regalo mis libros a una mujer soltera.

  (dreyesvaldes@hotmail.com)

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