Preámbulo. En la presentación de mi libro Ordenando el Caos en la Universidad Autónoma de Nuevo León, ante estudiantes de Filosofía y Letras, las presentadoras -sapientes maestras- tuvieron a bien leer algunos artículos. Ahora, reproduzco uno de ellos, porque en otra voz, tomó vida nueva; así será ante otros ojos.
Ni en mis más retorcidas pesadillas se me ocurrió asesinar a nadie con las pinzas de las cejas, pero en el aeropuerto creen a ciegas aquello de que la realidad supera a la ficción.
Recientemente, vi cómo, al lado del detector de rayos X, una charola ofrecía toda clase de artefactos sospechosos: limas metálicas con amenazante mango de Kitty, pincitas de Avón, cortauñas, navajas con palillo integrado y una serie interminable de peligrosísimos instrumentos que atentarían contra la vida de cualquier viajero.
¿Cómo suponen los jefes de seguridad aeroportuaria que llegaremos bellas y presentables a nuestro destino? Nadie desconoce que las cejas siempre se sacan durante el viaje -sea en avión, auto o motocicleta-, las uñas se liman antes de bajar y los dientes se revisan en el último escalón, al escudriñar quién fue a recogernos.
Y no se diga después de los atentados a Estados Unidos: hasta la leche de magnesia nos confiscan si delatan su 0.025% de metal. ¿Tiene usted malestar estomacal? Tendrá que conformarse con sal de uvas, pero sin la envoltura, porque tiene aluminio.
Ahora bien, ante las circunstancias, las empresas de la cosmética y la salud desarrollaron una interesante gama de productos inofensivos: enchinadores plásticos para las pestañas, limas de papel, sofisticados aparatos depiladores -no incluyen baterías-. Todo parecía tener solución, pero no contábamos con la suspicacia del ser humano.
Los enchinadores plásticos podían ser camuflaje de arma con gatillo tipo James Bond; las limas de papel, material corrosivo para hacer hablar a cualquier azafata; los depiladores, aparatos vibratorios que nada pedirían a los torturadores de Pinochet.
Después de todo esto, no conformes, nos obligaron a vaciar, literalmente, perfumes y sus emanaciones al bote de la basura, si es que no llevábamos el Chanel No. 5, en una bolsa plástica; así, hasta Óscar de la Renta se vio obligado a viajar cual sándwich en mochila escolar. Me tocó ver a una pobre dama ofreciendo a modo de regalo todos sus cosméticos de Vichy para abordar un vuelo y, cual si fuera el diablo en persona, sus congéneres daban un salto hacia atrás para dejar claro a los vigilantes que ninguna tenía intención de asfixiar a otros con efluvios de loción femenina.
Conste, entonces, no es que seamos feas, descuidadas, pálidas, distraídas y mal olientes ¿qué pueden pedirnos si viajamos así, tan desprovistas? (dreyesvaldes@hotmail.com)