No entendí a cabalidad cuando un buen amigo me dijo, hará 20 años: "Mi auto es mi casa". Como sea que hoy sé a ciencia cierta el significado en esa palmaria frase, la semántica se multiplicó desde que los vehículos andantes pueden ser, también, propiedad de las mujeres.
La regla es clara: fuera de casa somos seres civilizados; dentro de ella, especie humana. En otras palabras, que cada quien haga de su vida un papalote, y tal es tratándose de autos convertidos en hogar.
Las prisas diarias y el carácter multichamba entre las féminas dejan pocas opciones aparte de volvernos caracol, cuya concha nos ayuda a llevar encima el invaluable objeto de nuestros deseos, llámese carro, camioneta o vocho -que se cuece aparte-.
Tal circunstancia me ha permitido conocer más a fondo a mis amigas, por ejemplo, a aquella inolvidable quien gustaba de coleccionar las cosas preciadas que le heredaron sus múltiples novios -uno a la vez, debo de aclarar- y colocarlas pendientes de los cristales, con esos adhesivos de aire; cada vez que una pieza cedía al vaivén y la gravedad, ella se chupaba los dientes, sacaba la lengua, ensalivaba el objeto para volverla a su lugar. No la he vuelto a ver, pues me niego a viajar con ella otra vez.
Las prendas de ropa perdidas podía encontrarlas Chelita en la parte trasera de su camionetota. Tenía un argumento válido: cuando las bajan y suben en la lavandería siempre dejan algo afuera. Debo creerle, sobre todo porque la ropa interior es pequeña y fácil de olvidar por ahí.
Me gusta ir en el auto compacto de una compañera de trabajo, porque lleva en él las cosas más inverosímiles. Cuando encontré bajo la pila de papeles, periódicos y alimento para gato un ejemplar de "El Capital", de Marx, supe cuánto valoraba esa amistad.
No tengo amigas así, pero dicen que hay chicas pudendas y meticulosas, cuyos carros semicompactos están siempre bienolientes, con algún colgante de moda bajo el espejo retrovisor, los asientos forrados con sendas camisetas pulcras y una Kittie en los tapetes renegridos de jabón y abrillantador. Espero, algún día, tener el talento necesario para amigarme con personas tales, aunque al abordar el tema, siempre se coincide en que no suelen cargar obras de autores socialistas, novelistas rusos, poetas chilenos ni documentos legales.
En mi caso, siempre llevo libros para regalar, por si alguien necesita consuelo; un saco, por si alguien tiene frío; un paraguas, por si no se desea bailar bajo la lluvia; un vasito, por si la sed; pañuelos, por si las lágrimas; pluma y papel, por si las ideas. La tierra no es falta de higiene, sino una forma de recordar que polvo soy y en polvo me convertiré. (dreyesvaldes@hotmail.com)