A mí me gustan las normas. Me parecen determinantes, mandonas y a menudo poco flexibles, sin embargo, logran contener dentro de sí y ordenar un caos latente, cosa que, como ustedes saben, aún no logra su servidora.
El carácter levantisco propio en la adolescencia, no faltó a mi persona cuando fui estudiante de preparatoria. Era yo la guitarrista, charanguista, bongosera, flautista y medio cantante en un grupo de música latinoamericana; no perdía ocasión para levantar la voz cuando me tocaban los estribillos con críticas a los gobiernos, la injusticia, la mentira y la deshonestidad. ¿De quién? Pues de quien le cayera el saco, pues, bien a bien, no tenía claro hacia quién iba dirigida mi protesta ni el motivo preclaro.
En esa época, las palabras sátrapa e imperialista, en todas sus combinaciones, era lo más ad hoc para mostrarse cualquier individuo como ser pensante e, incluso, apuntarse como candidato a poeta con temáticas que hubiese gustado bastante a Neruda, Silvio Rodríguez y doña Josefita, quien acabó siendo lideresa de cierto partido político con ideas muy contrarias a los escritores antes mencionados y a ella misma. Una década después, las palabras para mostrarse como un poeta decente trocaron por otra innombrable en este espacio público, pero mucho estaba relacionada con "agarrar".
El tiempo, compadecido como es, me dio una oportunidad para ingresar al conocimiento: supe entonces las causas y los azares de muchas formas y modos usados por los seres humanos para vivir como tales. Tuve la humildad para reconocer las muchas ocasiones cuando me he acogido a esas prescripciones convencionales que son las reglas que norman nuestro actuar y gracias a las cuales las sociedades se han perpetuado.
En el proceso de adquirir ese conocimiento, entré en un dilema. Equivocadamente, me busqué como un individuo independiente a partir de mi nacimiento y hasta le fecha actual; sin embargo, este mundo es al revés: primero somos miembros de un grupo, del cual dependemos y nos enseña a sobrevivir, luego está el libre albedrío.
Así las cosas, disiento cuando se pretende acelerar la conciencia revolucionaria en los adolescentes con el único fin de parecer más inteligentes cuando, en realidad, sólo son manipulados. Sólo cuando los jóvenes sean capaces de dominar lo que rige, hasta entonces podrán discutirlo, modificarlo, pelearlo, pero con la razón en la mano y no el dicho de alguien o la mentira partidista de quien aprovecha el malentendido de la protesta. De otro modo, es simple y llanamente anarquía.
Espero, señor mío, que a usted también le gusten las normas y sea fiel a ellas. (dreyesvaldes@hotmail.com)