Lo único peor que una muerte para una familia es un desaparecido. La muerte desgarra; la desaparición destruye. La muerte es definitiva; la desaparición nunca termina. La muerte es un punto final, por abrupto que éste sea, la desaparición son puntos suspensivos.
A la tragedia de los miles de muertos por la violencia desatada durante los últimos cinco años ahora hay que sumar la de los desaparecidos. La mayoría de ellos seguramente estarán muertos, pero no hay certeza, ni evidencia, ni paz.
La cifra de desaparecidos es por naturaleza complicada de establecer. Si lo que contamos son las denuncias por desaparición, éstas suman más de 40 mil, pero eso no significa que los 40 mil estén efectivamente desaparecidos.
Se denuncia a un desaparecido con la esperanza de que las autoridades lo encuentren, pero si de repente aparece nadie va a regresar a la Policía a decir que ya apareció. En no pocas ocasiones los denunciados como desaparecidos se fueron, por voluntad o por leva, a engrosar las filas de los grupos de delincuencia organizada, con lo cuál difícilmente se avisará de su paradero a las autoridades.
Pero hay está claro que fueron víctimas de las Policías o las fuerzas armadas. Human Rights Watch tiene documentados 249 casos de los cuales en 149 existen claras evidencias de que fueron las autoridades quienes cometieron los atropellos y la desaparición.
En este país, donde nos gustan las cifras grandotas y exageradas, pueden parecer pocos 149 casos documentados de desapariciones forzadas por autoridades, pero en realidad son muchísimas. De hecho, en ningún país de América Latina hay una cifra similar desde que cayeron las dictaduras militares en la región. Es cierto, hay muchas más desapariciones que fueron provocadas por grupos del crimen organizado, y no es que unas sean más importantes que otras, pero lo que hace más grave las generadas por los cuerpos de seguridad del Estado es que justamente ellos están ahí para evitar que se cometan crímenes, no para cometerlos.
No podemos quedarnos con el discurso de que son daños colaterales de una guerra sin cuartel. Detrás de cada desaparecido, independientemente de quien haya cometido la barbarie, hay una familia desgarrada. El primer paso es reconocer el fenómeno, cosa que al parecer el gobierno entrante no ha tenido empacho en hacerlo. El segundo es investigar, y el tercero es castigar a los responsables y no dejarlo en unos trágicos y desgastantes puntos suspensivos.