O por lo menos te acogerá en su sonrisa. En algún capítulo de la espléndida novela "Las Cenizas de Ángela" (Frank McCourt) que recuerdo vagamente; el personaje que es un niño con los ojos infectados a punto de pudrición, coincide con otra chiquilla muy enferma en un hospital para miserables. En medio de sus padecimientos, los niños tienen al menos el consuelo de hablar entre ellos hasta el día en que la monja encargada del pabellón donde se encuentran los escucha reír. ¡Escandalizada por la risa de los niños! decide separarlos. Lo único que el chiquillo casi ciego vuelve a saber de su amiguita, es que murió. En algún capítulo de "El Nombre de la Rosa", Humberto Ecco recrea una sesuda discusión entre dos frailes en una abadía medieval, sobre si reír es o no es pecado. "Un monje no debe reír porque la risa es escudriño del diablo", amonesta el hermano bibliotecario a los discutidores. Reír o no reír… that→ s the cuestión. Don Quijote hubiera sido un personaje mucho más creíble si en algún momento le ganara la risa, porque a mí la seriedad me agota. Cortázar, Oscar Wilde, Fernando Sabater me seducen por su capacidad de reírse de ellos mismos. Siempre he pensado que el sentido del humor es un atributo reservado a quienes son conscientes de nuestra insignificancia ante la inmensidad del universo.
Deambulaba yo por mi casa intentando pensar; ese ejercicio que para otros es tan sencillo y que a mí me cuesta tanto esfuerzo con tan escasos resultados. Sostenida en mi taza de café, buscaba la forma de resolver un problemilla doméstico cuando escuché que en el radio anunciaban el esperado humo blanco. Aún no se sabía aún el nombre del sucesor al trono abdicado por Benedicto XVI y se esperaba de un momento a otro la aparición del elegido. Yo que siempre agradezco cualquier distracción que me releve de pensar, corrí a encender la tele. No tuve que esperar mucho porque a los pocos minutos apareció un hombre visiblemente alegre que no sonreía con la sonrisa beatífica y condescendiente de quien está más allá del bien y del mal, de quien con el alma y el cuerpo sin mácula, apenas y pisa la tierra con sus zapatos de Prada. De quien nunca conoció o ya olvidó las tribulaciones humanas. Antes de saber siquiera su nombre, el nuevo Papa ya me había ganado con la pura sonrisa aunque me conquistó definitivamente cuando contrariando la costumbre Papal de bendecir al pueblo en nombre de Dios; Francisco inauguró su papado pidiendo su bendición a los millones de personas que desde todos los rincones del mundo esperábamos sus primeras palabras.
Debo confesar que desde que mi hermana Plenipotenciaria se autonombró representante de Dios en la familia y acostumbra bendecirnos marcando con su mano una cruz en el aire; he acabado por desestimar a los bendecidores. Pero eso era porque nunca nadie antes de Francisco, había pedido mi bendición. Recemos juntos, propuso a continuación el nuevo Papa, y yo, profundamente conmovida corrí a cambiarme la bata pachona por una más presentable para rezar con él el Padre Nuestro y el Ave María que me han amparado en los peores momentos de mi vida y que me salen del alma ante cualquier aflicción. Rezamos juntos la oración que el mismo Jesús enseñó a los apóstoles y que mi abuelo me enseñó a mí. Francisco y yo repetimos la oración con que saludo a la vida por las mañanas y la despido por las noches. Ahí estaba yo, una mala católica que un día resolvió que no necesitaba intermediarios entre Dios y yo; religada a mi Iglesia por la sonrisa de Francisco. Siempre creí que la solemnidad Papal no se lleva con la risa.
Después del Padre Nuestro como escudo para transitar por la vida; de mi Iglesia Apostólica y Romana no me quedaba más que un museo donde todo es venerable porque todo está muerto y petrificado. Pero en lugar de aparecer como un soldado obediente, disciplinado y reglamentado, apareció un hombre alegre, cercano, humano y tan gentil que una vez investido en Papa, llamó a Argentina para cancelar personalmente su cita con el dentista, y avisar al repartidor de periódicos que suspendiera su entrega porque no pensaba regresar.
Con esa sensibilidad y gentileza, Francisco I me hace pensar que hay esperanza de que todavía se pueda descongelar una iglesia que se ha convertido en una magnífica catedral de hielo. Asegura el filosofo chino Lyn Yutang que: "Solamente cuando los hombres se hayan imbuido de la alegría, podrá hacerse del mundo un lugar más pacífico y razonable para vivir". Dirán que ya chole con el tema Papal, pero pues yo también tengo mi corazoncito y quería contarles…
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