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Recuerdos de papá

ADELA CELORIO

Por que no todo muere con la muerte. Sobrevive la memoria y con mi voluntad o sin ella filtra imágenes, sentimientos, quebraduras. Terca como es, mi memoria insiste en buscar arraigo y pertenencia en tu recuerdo, padre. Quizá es la forma que encuentro de pedir perdón, ¿o de otorgarlo? Ya no lo sé, el tiempo transcurrido me confunde. Se supone que la muerte debe redimirlo todo y que pase lo que pase uno debe siempre honrar la memoria del padre. Yo quiero honrarte y con el corazón de par en par permito que circulen de ida y vuelta recuerdos de infancia y de adolescencia que cantan con voz muy baja, pero que sangran a gritos.

¿Por qué me querías tan mal papá? ¿Será porque te rompí la vida? Anunciarte mi llegada cuando apenas tenias diecisiete años fue una terrible intromisión. No sé qué momento, pero cualquiera que haya escogido mamá para informarte que estaba embarazada por culpa de un adolescente retozo que imagino inexperto y furtivo; tiene que haber sido difícil para los dos. De pronto el juego de noviecitos se convirtió en algo terriblemente serio. Esperaban un hijo… o hija, sabrá Dios. El mundo se les vino encima y puedo imaginar el miedo con que enfrentaste la indignación de tu padre y el de la pantera negra que era mi abuela materna. Pero te amachaste. Según me cuentan respondiste como un hombrecito y aquí estoy. Si supieras cuantas veces me he preguntado, en el pequeño y chismoso pueblo de mediados del siglo pasado ¿dónde, a qué horas hacían el amor?

Nunca me he atrevido a preguntar porque pudibunda como es, seguramente mamá dirá que no sabe, que no recuerda o que así lo quiso el Espíritu Santo. A través de los años ella ha ido restaurando, puliendo la historia familiar hasta dejarla presentable, y ahora papá, hasta tu recuerdo es un dechado de virtud. Según cuenta mamá, me recibiste con alegría y hasta celebraste que tu primogénita fuera una niña. Imagino que plantarte y asumir tu travesura fue la forma de reforzar tu vapuleada identidad de niño huérfano de madre, el más pequeño, el zocoyotzin de los siete hermanos de una familia que se derrumbó con la muerte de tu madre y la desbandada de tus hermanos ante el nuevo matrimonio de tu padre.

Se puede decir que eras un niño abandonado cuando mamá y yo te impusimos nuestra presencia. Una esposa y una hija a tu cuidado cuando ni siquiera sabías cómo hacerte cargo de ti. Pero eras inteligente y aprendiste pronto. El sometimiento y obediencia incondicional que nos impusiste justificaba el esfuerzo. Como padre primerizo te obsesionaba mi educación. ¡Párate derecha! Y yo era una regla. ¡Saluda correctamente! Y yo saludaba a todos con un besito, aunque el tío Pedro oliera a orines y el alemán, aquel amigo tuyo ¿cómo se llamaba?... raspara mi cara con su barba de púas. "A ver hija, di parangaricutirimícuaro" -ordenabas y yo obediente repetía frente a tus amigos para no hacerte quedar mal. Y mira qué ironía padre, cuando de pronto en alguna junta de trabajo o reunión social sorprendo a la concurrencia repitiendo aquel parangaricutirimícuaro que me enseñaste; en lugar de aplaudirme todos me miran como si estuviera extraviada.

En la atmósfera de adoración que suscita todos los años el día del padre, me obligo a iluminar la memoria con la linterna de Diógenes para buscar algún momento tierno, amoroso como aquél patito de plumas amarillas que alguna vez pusiste en mis manos, o las noches en que me enseñabas a leer la hora en las manecillas del reloj de sonería que todavía cuelga en un muro del comedor de mamá.

Para encontrarte entre mis recuerdos haciendo cabriolas en aquellos patines Torrington que me habías regalado para convencerme de que patinar era más divertido que jugar con mis muñecas. Al padre orgulloso que vestida como una princesa me entronizó de su brazo en mi primer baile. Sin embargo, siempre hubo algo así como un destiempo entre nosotros porque seguramente tú no recuerdas la horrible tragedia que fue para mí descubrir que a la mañana siguiente de que me lo entregaste, el patito de plumas amarillas amaneció muerto y nunca quisiste aceptar que a los cinco años no me interesara patinar.

Cómo decirte que mi recuerdo aún sangra cuando debutante en mi primer baile decidiste: "despídete porque nos vamos". Yo estaba tan feliz que en mi inocencia de quinceañera supliqué: "papi, por favor, esta noche déjame quedarme a barrer el salón". Esperaste un poco más hasta que en el límite de tu paciencia pediste a los meseros una escoba. "Puedes comenzar a barrer por allá", me ordenaste señalando el lugar más lejano". Y yo, flotando entre las nubes de tul de mi precioso vestido y ante la mirada perpleja de mis amigos, tuve que obedecer.

adelace2@prodigy.net.mx

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