No hay nada tan hermoso como la sonrisa de un niño, en la mañana del día veinticinco de diciembre, la Nochebuena.
Por ello, recomiendo a mis amigos que tienen hijos pequeños (como Ramón) o nietos (como Íñigo y todos los demás), que no se pierdan el despertar de sus seres queridos, porque los niños ven sus juguetes, esa madrugada, con cara de asombro y alegría y corren a mostrárselos a sus padres y abuelos.
Conservo recuerdos muy gratos de esos momentos, pues mi abuela paterna, se posicionaba en la puerta del cuarto a donde nos confinaban juntos esa noche y como guardia de cuartel, no se retiraba de ahí hasta que mis papás habían depositado nuestros regalos.
Nosotros, sobre todo Chacha y yo, con extremo cuidado y sigilo nos deslizábamos a gatas hasta la puerta del cuarto, aprovechando las cabeceadas que daba mi abuela, para asomarnos a ver si ya había llegado el Niño Dios; y si aún no hacía acto de presencia, nos regresábamos con los mismos honores a la cama.
Así nos pasábamos la noche, hasta que se presentaba el momento preciso de correr a abrir los regalos.
Destrozábamos el papel que con todo cuidado guardaban los juguetes y corríamos al cuarto de mis papás a mostrárselos, y ellos, muy solidarios y pacientes, ponían cara de asombro, como si nunca los hubieran visto.
Así era ese ritual, con algunas variantes, porque Luly jamás se despertaba temprano, ella se levantaba a sus horas, que por lo común era a las ocho de la mañana, mientras que a nosotros se nos quemaban las habas, tratando de adivinar qué le habían traído a ella.
Eran tiempos maravillosos. ¡Cómo te extraño, querida Chacha!
Después, todo era esperar a que saliera el sol, para irnos a la calle a jugar con los amigos y presumir nuestros juguetes.
Claro que al ver los de los otros, ya queríamos ésos y los nuestros se nos hacían poca cosa. Así opera la psicología infantil y ¡ni modo!
Recuerdo que una Navidad, al irle a mostrar los juguetes a mis padres, advertí que sobre el ropero había un juguete de Popeye, que seguramente mi padre había olvidado y evidentemente era para mí.
Cuando se lo mostré a mi padre, con esa agilidad mental que tenía, me dijo: "Se le debe de haber caído del morral a Santo Clos, cuando vino con el Niño Dios a dejar los juguetes. Pero ni modo, m'ijo, se puede quedar con él, pa' que se le quite lo menso a Santa".
Yo me creí el cuento y salí corriendo a jugar con mi Popeye, aunque el menso había sido otro que olvidó envolver ese regalo y tuvo que inventar esa historia para salir del paso.
Nunca fuimos ricos, pero jamás carecimos de algo. Mis padres se las ingeniaban para hacer que pasáramos una Navidad feliz, con juguetes, dulces y tradiciones cristianas.
Por ello, recomiendo a mis amigos, no perderse los gratos momentos de estos días y disfrutar a sus hijos, porque esas edades pasan pronto y son irrepetibles.
Bajo mi árbol de Navidad, habrá regalos para Sofía y Bárbara; y aunque no será de madrugada, no me puedo perder sus caritas de asombro, cuando los vean y los abran.
Con ellas reviviré viejas sensaciones y emociones verdaderamente indescriptibles y así honraré la memoria de los ausentes.
Aunque sea sólo uno, a mí me sigue encantando abrir regalos el día veinticinco. No importa lo que sea, pero que venga envuelto y sea sorpresa.
Igualmente disfruto mucho las cenas y comidas navideñas con la familia. Porque de un momento a otro la vida se va y nos quedamos sólo con los recuerdos. Aunque más vale, tener recuerdos de lo que hemos vivido, a no tener nada.
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".