Durante las dos últimas décadas, los sistemas impositivos latinoamericanos se han fortalecido y auxiliado a los gobiernos a salir de la década perdida de los años ochenta, sanear las finanzas públicas, estabilizar la macroeconomía de los países y ampliar el abasto de bienes públicos. Por supuesto, una parte importante de los avances fiscales es atribuible a recortes presupuestales y a la privatización de servicios públicos. La CEPAL anota el hecho significativo de que la carga impositiva de América Latina (sin ponderar) a partir de distintos niveles, se ha elevado consistentemente de 13.9% a 19.4% del producto entre 1990 y 2010, si se exceptúa la caída, ojalá temporal ocasionada por la crisis de 2009. Las cifras anteriores ocultan una diversidad de situaciones. En Argentina, Perú, Ecuador y Paraguay los tributos se han duplicado con creces en relación al producto durante esos 20 años; mientras se elevan entre 20% y 4% en Brasil, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Paraguay y Uruguay; crecen menos o se estancan en México, El Salvador y Chile y se reducen en Venezuela. Por igual, la carga tributaria total varía considerablemente entre el 34% en Brasil, 11.4% en Venezuela y 12.8%-12.9% en República Dominicana y México.
Aún así, puede afirmarse que la tributación latinoamericana es pobre comparada con la de los países de la OCDE. Desde luego, ello se asocia al menor grado de desarrollo expresado en recaudaciones bajas de los impuestos directos. Y también se asocia a las reformas neoliberales que llevaron a suprimir los tributos al comercio exterior y a reducir los impuestos directos sobre todo a las empresas, compensándolos imperfectamente? por razones distributivas, entre otras? con gravámenes al consumo.
Por igual, son reducidas las cuotas a la seguridad social dado el atraso de los sistemas de bienestar y protección a la población. Sin embargo, las naciones de mayor nivel de ingreso, tamaño o tradición democrática suelen alcanzar gravámenes directos substancialmente más elevados que los privativos de México. Así, en Chile, Brasil, Uruguay y Argentina, la carga en relación al producto de los impuestos sobre la renta exceden a los de México entre el 44% y el 5%. Y lo mismo ocurre con las contribuciones a la seguridad social que son inferiores a un tercio del promedio de la OCDE y de las de Brasil, dos y media veces menores a las de Argentina o apenas del 50% con respecto a las de Uruguay. México tampoco se distingue por gravámenes altos a la propiedad (10 veces menores a los de Argentina, seis con respecto al Brasil ó 5 cinco veces los de Colombia) aparte de no gravar la casi totalidad de las ganancias de capital. Además de esas comparaciones regionales, todavía no se han tomado en cuenta las significativas alzas en los impuestos directos de socios comerciales importantes (Estados Unidos, Francia, etcétera).
Otro tanto ocurre con los impuestos al consumo. El IVA o su equivalente aporta ingresos al fisco federal del 3.9% del producto, mientras es cinco veces mayor en la OCDE, tres veces más en Brasil, casi otras tres en Argentina, dos veces en Uruguay y Chile, 70% más en El Salvador, Paraguay y Perú.
Cabría entonces precisar las causas de la milagrosa estabilidad de las finanzas públicas nacionales ante tan pobre recaudación. Parte del milagro reside en la aceptación de políticas de austeridad y bajo desarrollo durante más de treinta años, sin mayores acciones contracíclicas en las sucesivas crisis (cuatro) de 1987 a 2009. La otra parte de la explicación reside en gravar excesivamente a Pemex hasta lograr que aporte el 35% (2010) de los ingresos del Gobierno Federal. Ello se ha hecho a costa de reducir casi en un millón de barriles diarios la extracción de crudo por la subinversión sistemática de la más importante empresa extractiva del país. Los gravámenes petroleros aportan más que el Impuesto sobre la Renta y exceden en 50% la contribución del IVA. Puesto en otros términos, los ingresos petroleros no se utilizan, como en Brasil, para acrecentar el ritmo de desarrollo, sino para mantener reducida la imposición del país, alta la concentración del ingreso y baja la inversión pública.
De los párrafos previos se infiere que los países de la región buscaron y buscan encontrar vías para sostener el equilibrio de las finanzas públicas sin deprimir el crecimiento, la inversión y el gasto social. México, hasta ahora, sigue fiel a la ortodoxia económica a costa del rezago persistente de la tasa de desarrollo frente a la de otros países. Según el Fondo Monetario Internacional desde 1977 el crecimiento de la economía mexicana apenas iguala al promedio regional en los mejores años, pero quedan por debajo en casi todo el período. Entre 1982 y 1991, se expandió a razón del 1.4% anual frente al 1.8% de América Latina; en el período 1985-1994, las cifras fueron 2.5% y 3.1%; entre 2004 y 2011, el diferencial de tasas subió al alcanzar la primera apenas el 2.7% frente al 5.2% de la segunda. Y por supuesto la caída (-6%) aparejada a la crisis de 2009, fue la peor en América Latina, si se exceptúa a Antigua y Barbados (-10%).
El precio político de cambiar las reglas tributarias del juego, vienen situando siempre en el futuro la respuesta a los problemas enunciados, tornándolos más difíciles, onerosos, de resolver. La reforma energética sería inútil si no va acompañada de la liberación de la acusada dependencia fiscal de los gravámenes petroleros y, sin ambas cosas, parece remoto reactivar las políticas públicas a favor del crecimiento y de atender el déficit social de la aglomeración de la mano de obra (60%) en la informalidad. Y, sin embargo, tratar de recuperar el tiempo perdido en una economía abierta en condiciones globales recesivas, no sólo acentúa el problema, sino magnifica las resistencias de los grupos sociales inicialmente afectados.
De optarse por una reforma vertebrada en torno a elevar las tarifas o la generalización del IVA, se tendría un impacto inflacionario inevitable -que llevaría al Banco de México a elevar las tasas de interés?, a la par de acentuar sesgos distributivos concentradores con la caída de poder de compra de los grupos menos favorecidos de la población. Si se prefiriese acrecentar la progresividad del Impuesto sobre la Renta a las personas o incluso a las empresas, se despertaría oposición de poderosos segmentos de la población con capacidad de inhibir en algún grado los procesos reales de inversión y empleo. Podrían adoptarse fórmulas mixtas e incluso aliviar las penurias fiscales mediante otros expedientes (gravámenes a las transacciones financieras, a las ganancias de capital, recorte drástico a las exenciones y a los regímenes tributarios especiales, etc.). Con todo, el rezago estructural de los impuestos (10 puntos o más del producto) difícilmente podría subsanarse de golpe, como haría suponer el término publicitado de "reforma integral", sin causar trastornos mayores de orden económico y político. En rigor, ello debiera formar parte de una reconstrucción convenida de los pactos sociales y políticos e instrumentarse por etapas.
La reforma fiscal siendo pieza clave en la reconstrucción económica no puede concebírsele en el vacío, esto es, sin vertebrar las políticas públicas en torno a los objetivos medulares de la formación de capital y del crecimiento. Así, junto a la liberación paulatina de las finanzas públicas, las políticas monetarias, cambiarias y del crédito, lejos de limitarse a combatir la inflación, junto a políticas industriales y del gasto gubernamental, debieran reorientarse a fortalecer inversión, empleo e indirectamente a las propias recaudaciones tributarias.
De otra suerte, las reformas fiscal, energética, del empleo, del crédito, quedarían como esfuerzos aislados, acaso incongruentes, que no sumarían en abrir una etapa de mayor bienestar nacional.